1888: “LA CIUDAD DE LOS PRODIGIOS”: La Exposición Universal de las Artes y las Industrias de Barcelona.
AUTORA: Muntsa Lamúa
La Exposición abrió sus puertas el 20 de mayo de 1888 y las cerró el 9 de diciembre de ese mismo año; un espacio de tiempo de 35 semanas que situó a Barcelona entre las ciudades con vocación de proyección industrial en el mundo.
La situación de Barcelona durante el último tercio del siglo XIX fue de relativa tranquilidad después de los angustiosos conflictos de la Revolución de 1868 —la llamada setembrina—, la Segunda Guerra Carlista y la proclamación de la Primera República (1868), que originó toda clase de inseguridades en la ciudad: anarquismo, primeras reacciones violentas de los obreros, organización de la Nacional Sindicalista…
Contrariamente a lo que pudiera parecer, toda aquella efervescencia social y política no afectó el buen desarrollo económico de la ciudad: el comercio y las manufacturas prosperaron y la bolsa y el comercio resistieron con firmeza. Barcelona se convirtió en el objetivo para todo aquel que fuera a la búsqueda de un trabajo y quisiera medrar; algunos historiadores han considerado aquel fenómeno como el sustituto del anterior “ir a hacer las Américas”. La ciudad que había empezado con unas modestas empresas familiares de indianas —tejidos de algodón estampados—, en el siglo XVIII, se había convertido en el motor que accionaba la industria textil abastecedora de España.
El incremento demográfico fue espectacular: de los 100.000 habitantes de 1800 se pasó a casi 600.000 a finales del XIX, no únicamente por la entrada de numerosa mano de obra obrera sino por la agregación de algunos municipios circundantes (Sarrià, Gràcia, Horta, Sant Andreu de Palomar). Barcelona estaba en el camino de convertirse en una gran ciudad, pero aún le faltaba solucionar ciertos problemas. A pesar de su prosperidad e incipiente pujanza, estaba condenada a desarrollarse encorsetada dentro de los límites de las antiguas murallas, que el gobierno nunca quiso eliminar, haciendo caso omiso de las repetidas peticiones que la ciudadanía barcelonesa le elevó. Barcelona era una plaza estratégica y, como tal, sometida a jurisdicción militar. Finalmente la realidad se hizo tan obvia y las presiones tan fuertes que en 1854 se decretó su demolición.
Hasta 1853, Barcelona sólo había podido crecer en altura, añadiendo pisos a los edificios ya existentes. Se introdujeron algunas reformas urbanísticas para dar algo más de elasticidad al denso entramado urbano como el trazado de las calles Ferran VII, Jaume I y de la Princesa, o el derribo del Palau Menor, situado junto al Ayuntamiento. Sin embargo, todo aquello fue un simple preludio de lo que se iba a poder hacer a partir de la desaparición del perímetro fortificado: la planificación urbana de un sector de 13.989.942 m2, que sería conocido por l’Eixample, a partir de 1859, según un proyecto diseñado por el ingeniero Ildefons Cerdà. Finalmente se podría acometer la urbanización de la antigua carretera, trazada en 1821, que unía la parte antigua de Barcelona con el municipio de Gracia y que en aquella época era una zona paseo y de recreo, con teatros, restaurantes y parque de atracciones pero todavía sin pavimentar en su totalidad.
La reforma urgía, pero la realidad era que avanzaba muy lentamente. Todavía entre 1880 y 1890 muchos barceloneses morían a causa de enfermedades infecciosas padecidas por la falta de higiene derivada del hacinamiento en que vivían. Desde que la reina Isabel II colocara la primera piedra, en 1860, el plan había avanzado poco; Barcelona, a pesar de ser una ciudad con muchas posibilidades, se encontraba sujeta a limitaciones penosas, algunas de vital importancia: la falta de agua, de instalaciones de servicios y viviendas. En 1882, apenas unas pocas calles disponían de alumbrado eléctrico; las restantes mantenían las arcaicas farolas de gas.
Con todo, y pese a los contratiempos, Barcelona estaba preparándose para asumir la iniciativa de un hecho sin precedentes en España: la celebración de la Primera Exposición Universal, en 1888.
En plena Era Industrial, toda ciudad que se considerase moderna e industrialmente avanzada organizaba una exposición universal para mostrar al mundo lo más representativo de su producción industrial, artesanal y artística: Londres, la pionera, en 1851; París, Viena, Amberes, Liverpool…, incluso Filadelfia, en Norteamérica. Todas ellas la habían celebrado. A Barcelona, a la cabeza de la industria española sólo le faltaba un empujón para darse a conocer en el extranjero.
Según la versión oficial, la iniciativa de volcar a Barcelona al exterior partió de Eugenio Serrano de Casanova, ex-militar carlista gallego afincado en la ciudad, buen conocedor de algunas de las muestras europeas, a través de sus viajes por Europa. Serrano presentó una instancia exponiendo el proyecto al Consistorio del Ayuntamiento, el cual, contemplando la idea con buenos ojos firmó un convenio —junio del 1885— por el que se cedía, para tal evento, los terrenos antaño ocupados por la ciudadela borbónica —demolida y cedidos sus terrenos por el General Prim i Prats (1814-1970) a la ciudad como jardín, en 1869— y se fijaba la fecha de celebración entre septiembre de 1887 y abril de 1888.
El proyecto de la Exposición se concibió como una empresa privada, que se pretendía que fuera rentable, y con ese acuerdo, la participación del Ayuntamiento acababa. Mas, a la vista de cómo se iban sucediendo los acontecimientos en una fecha avanzada, la lentitud de las obras y las deficiencias estructurales que presentaban algunos de los pocos edificios levantados, el alcalde de Barcelona, Francesc de Paula Rius i Taulet (1833-1889), después de haber aportado una suma de 500.000 pts., que no mejoró la crisis, decidió asumir la dirección de la empresa para asegurar su continuidad, en abril de 1887. Lo que había empezado como una maniobra especulativa del capital privado, se convirtió en un proyecto netamente catalán, dado que el Estado no quiso prestar su apoyo a una propuesta de cooperación en un acontecimiento en que no confió, a pesar de su alcance mundial.
El reto era grande y el tiempo muy corto. En realidad, la voluntad de inaugurar en la fecha prevista en abril de 1888 era casi una utopía. Fue designado como director de las obras el arquitecto Elies Rogent i Amat (1829-1897), en sustitución del maestro de obras Josep Fontseré i Mestres (1829-1897). Rogent, además de variar casi todo el proyecto original, emprendió una campaña de movilización ciudadana para poder acometer con éxito la propuesta.
En un primer momento, la opinión pública se opuso al proyecto, por considerarlo descabellado y costosísimo en un momento en que Cataluña se encontraba en regresión económica; pero, poco tiempo después, comprobando el ritmo vertiginoso con que avanzaban los trabajos y la eficacia con que se solventaban los obstáculos, cambió de criterio y siguió con entusiasmo el desarrollo de los acontecimientos. No en vano trabajaron entre 1000 y 2000 trabajadores, noche y día, ininterrumpidamente.
Dos fueron los obstáculos que tuvo que salvar Elies Rogent: la reforma o desmantelamiento de todo lo existente, que fue causa del segundo, el incremento de lo presupuestado. Evidentemente, no era lo mismo empezar una obra de cero, que tener que derribar o retocar conservando en lo posible las construcciones antes realizadas. Un contratiempo añadido, con el que ya tuvo que enfrentarse el anterior director, fue la presencia de dependencias militares dentro del parque.
Desde la cesión de la Ciudadela al municipio barcelonés, la zona había quedado fuera de la jurisdicción militar y se habían edificado unos nuevos cuarteles alejados del recinto para albergar a las tropas. Lo cierto era que unos cuantos militares continuaban habitando los edificios que no se demolieron con el resto de la fortaleza. Justo en el centro del parque se ubicaban el Palacio del Gobernador, la Iglesia, el Arsenal, dos sectores destinados a cuarteles y almacenes y, un poco más alejado del conjunto, el Fuerte de Don Carlos.
Después de continuadas conversaciones entre Rius i Taulet con el ministerio de la Guerra para proceder al desalojo y reconversión de las construcciones, un comunicado ministerial notificaba que todo se haría según lo propuesto, previo pago de 500.000 pts., en concepto de indemnización. Gracias a la acción de Manuel Girona i Agrafe (1818-1905), banquero y político, comisario regio, pudieron indemnizar —en pequeñas fracciones— al ministerio y conseguir la supresión de un paso militar que cruzaba parte de la zona.
El planteamiento general consistió en emplear parte de los edificios de Fontseré, parte de los de la milicia y construir otros proyectados por el nuevo equipo, aprovechando al máximo las posibilidades de los jardines, conjugando, de esta forma la arquitectura de inmueble con la arquitectura ajardinada, tan del gusto de la época.
Pudieron conservarse del proyecto de Serrano únicamente tres elementos del complejo, y no sin antes haber procedido a grandes reformas y refuerzos: el pabellón de la Colonias Españolas, el pabellón originariamente de Bellas Artes que se convirtió en un anexo del Palacio de las Industrias y el gran Palacio de las Industrias y el Comercio, aunque totalmente redecorado para hacerlo más “decoroso”.
Lo más grave del asunto fue que, por tener que dedicar tanta atención a aquellos edificios, los nuevos en su mayoría, concebidos como permanentes, quedaron en estado de provisionales, desapareciendo de la fisonomía urbana una vez acabada la Exposición, como ocurrió con el tan querido por los barceloneses Hotel Internacional, del renombrado arquitecto Lluís Doménech i Montaner (1841-1923), situado en el nuevo Paseo de Colón. Su construcción fue una excelente prueba de las capacidades de organización y de diseño del creador y de la ilusión de los ciudadanos por ver realizada la obra, porque fue construido, al menos en sus partes esenciales, en 53 días, una fecha record incluso hoy día.
Algunos de los edificios que han sobrevivido hasta nuestros días se conservan en el interior del Parc de la Ciutadella, salvo el Arco de Triunfo, de Josep Vilaseca i Estapà (1858-1917), señalando, como era su misión, la entrada principal del recinto ferial; el Invernadero, obra de Josep Amargós i Samaranch, el único construido enteramente con la nueva tecnología de hierro y vidrio, en sustitución de uno anterior destruido por una tormenta; el Umbráculo, proyectado por Fontseré y acabado por Amargós; el Pabellón de la Minería y del Carbón, edificio proyectado en el taller de Fontseré como depósito de las aguas de la fuente de La Cascada —en el que participó Gaudí—; el Café-Restaurante de la Exposición, de Domènech i Montaner, en la actualidad Museo de Zoología.
Otros, ideados también como permanentes: el Palacio de la Industria y el Comercio; el Pabellón Administrativo, de Amargós; el Palacio de Bellas Artes, de August Font i Carreras (1845-1924); la Galería de las Máquinas, de Adrià Casademunt, o la Sección Marítima, de Gaietà Buïgas i Monravà (1851-1919), emplazada en el Fuerte de Don Carlos. Todos ellos fueron desapareciendo entre 1920 y 1936.
El área ocupada por el conjunto de la Exposición rebasaba los límites de la Ciudadela; hacia el norte, por Saló de Sant Joan, hoy Passeig de Sant Joan, se levantaron: el Arco de Triunfo, antes mencionado; el Palacio de Bellas Artes —que durante años fue utilizado como sede de las exposiciones oficiales de pintura, para luego ser sustituido por el actual Palacio de Justicia—; el Pabellón de la Agricultura —frente a la Ciutadella—, y el Palacio de las Ciencias —en el actual Passeig Pujades—; por el sur, muy cerca de la playa, exactamente donde se encuentra el Hospital de Mar, el Fuerte de Don Carlos. Se creaba un eje norte-sur, marcando un recorrido que, iniciándose en la ciudad, se dirigía hacia el mar. En el centro se encontraba la Fuente Mágica, un espacio libre que preparaba la entrada al edificio principal, el Palacio de la Industria.
Sin ninguna duda, la celebración de la Exposición Universal fue la manifestación de la voluntad del pueblo catalán de estar al día, de darse a conocer al mundo, a pesar de la complejidad del proyecto, de las dificultades que a cada paso se iban sucediendo y de la falta de apoyo gubernamental. En tan solo 9 meses —de julio de 1887 a mayo del 1888—, Cataluña debía demostrar que era capaz de equipararse a otras ciudades europeas, y así lo hizo, quizá no tan satisfactoriamente como hubiera deseado, pero sí dentro del ámbito de la corrección y de la dignidad.
No hubo la afluencia de visitantes que se esperaba, pero, aún con todo el cálculo fue de 11.000 por día; ni tampoco los productos presentados por los diferentes países fueron del más alto nivel —se reservaron para la del próximo año de París, que iba a coincidir con el centenario de la Revolución Francesa—. Tampoco resultó tan rentable como se había deseado, puesto que hubo un déficit de 6 millones de pesetas, pero, en conjunto, fue un éxito porque quedó patente la conciencia de capitalidad industrial de la ciudad y fue el punto de partida de una importante renovación urbana y de promoción comercial.