Grandes escritores

Oscar Wilde

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Oscar Fingal O’Flahertie Wills Wilde nació el 16 de octubre de 1854 en Dublín, Irlanda. Pero Wilde jamás sería un autor irlandés, como sí sería Joyce, sino un autor británico marcado por las más rancias costumbres victorianas. Wilde habla en sus escritos de lo moral y de lo inmoral. Sus obras de teatro son, desde dentro y desde fuera, una sátira al modo de vida costumbrista.

Su lenguaje destaca por su cuidado trato del inglés y por los juegos de palabras constantes (este sutil humor basado en los equívocos, tanto textuales como dramáticos). Debe su fama, fundamentalmente, a las cuatro comedias de teatro (“El abanico de lady Windermere”, “Una mujer sin importancia”, “Un marido ideal” y “La importancia de llamarse Ernesto”), que parten de las costumbres y las normas teatrales de la época pero que realizan una renovación escénica por su tratamiento tanto escenográfico como lingüístico. Acostumbrados a considerar el género satírico (si es que puede hablarse de género) como una forma menor de arte, Wilde acomete una revisión de este tópico y nos ofrece espejos y situaciones en las que los hombres de su época, sin duda, pudieron verse reflejados. Eran los tiempos en los que las obras de Wilde triunfaban, mucho antes del juicio promovido por el marqués de Queensberry. Así eran reflejos certeros, bromas despiadadas hacia la sociedad a la que el propio Wilde pertenecía, si es que un artista verdadero puede pertenecer a alguna clase de sociedad.

wildeNuestra imagen heredada de Wilde es la del hombre de costumbres, un tanto amanerado, con el ingenio agudo y frases procaces, provocador e iconoclasta rancio. Es el hombre del teatro y, en parte, de su única obra novelística. Descubrimos en sus colecciones de cuentos (“El príncipe feliz”, “La casa de las granadas, “El crimen de lord Arthur Saville”) a un Wilde sensible y humano, muy alejado del rol social que él mismo se impuso representar. Pero tenemos aún un Wilde más: el hombre que escribió “De profundis”, una confesión en primera persona de pecados que jamás cometería (quizá de ahí las contradicciones críticas con respecto a la obra).

Wilde fue, y sigue siendo, el escritor de la rebeldía y la contradicción, del rechazo y la aceptación de una moral impuesta: Wilde critica hechos y actitudes que él mismo practica (ni siquiera el propio autor es capaz de librarse del cuchillo del crítica). Más allá de la aparatosa en el vestir, de sus maneras afectadas… está el hombre que supo ver en sí mismo la caricatura de un tiempo construido a base de cicatrices. Son estas herencias las que Wilde ridiculizará y practicará: Critica desde dentro una actitud que ha llevado a la sociedad a caer en una espiral de costumbres y afectaciones ridículas, y el mismo se convertiría en el rey de los actores en este circo de los modales. Es ingenioso dentro lo común, vulgar en lo extraordinario y genial en su nula modestia. Rodeado de plumas de pavo real y objetos de arte, Wilde fue una caricatura de un Byron moderno revestida de lo antiguo, inglés, demasiado irlandés.

“El retrato de Dorian Gray”

Basil Hallward y lord Henry Wotton discuten en torno a un modelo (Dorian Gray). Hallward es un pintor como cualquier otro, lord Henry un lord del montón, Dorian un muchacho culto, inteligente y un tanto ingenuo (de los que tanto abundan). Toman jerez y discuten sobre la fugacidad del tiempo y las herencias y las costumbres y la brillantez de su propia decadencia.

-¿Qué será de nuestro siglo? –preguntó Basil Hallward.

-Nuestro siglo es un tiempo de contradicciones, y no hay contradicción más perversa que la verdad –respondió, modesto, lord Herny.

“El arte por el arte”, lo han llamado. Sin embargo, el libro es una discusión constante sobre las vicisitudes y consecuencias de la concepción esteticista del arte. Otra vez espejos, sería un buen ensayo. Basil Hallward y lord Henry forman parte de unos valores en los que no creen, pero que respetan. El código de conducta victoriano marca y reduce cada pequeño acto humano a una contemplación de símbolos y costumbres al que el “súbdito” ha de ceñirse y respetar. Esto hacen nuestros dos protagonistas… Un problema sin formular: ¿A dónde nos llevará esto?

Pintamos un cuadro vivo y en él reflejamos el alma de un tiempo, de un hombre, de todos los hombres. Su nombre: Dorian Gray. Nuestro Gray es un chico guapo e inteligente, de buena familia y con posibilidades. Su retrato refleja no sólo su rostro, sino también sus cualidades más vivas. Su imagen no reflejará el paso del tiempo, pero el arte sí será capaz de palidecer ante la podredumbre de su tiempo.

Wilde-1882“El retrato de Dorian Gray”, lejos de hacer un análisis exhaustivo de personajes toma el punto de referencia del Demiurgo Basil Hallward, alter-ego del propio Wilde: los personajes se dibujan y colorean en las formas, se perfilan en los diálogos, pero sólo adquieren relieve en la interacción entre los mismos (técnica sin duda heredada del teatro). La novela consigue lo que quiere, y los personajes se mantienen, en todo momento, fieles a sí mismos (en lo que respecta a Basil y lord Henry). Ambas serían formas artísticas entendidas desde perspectivas distintas y complementarias: Mientras lord Henry es la chispa, el comentario paradójico cargado de verdad pero inconsistente, Basil representa el artista casi diletante, en un estado previo al desengaño al que lord Henry ya ha llegado. Por medio tenemos a Dorian Gray, objeto artístico y personaje desdibujado, convirtiéndose en el depositario de las ironías de lord Henry y las pinceladas maléficas de Hallward. En realidad, parece carecer de voluntad (¿alguien la tiene?) y sus pasos son guiados por fuerzas ajenas que le conducen a la perdición.

Desde luego, la idea de la novela no es nueva, y podemos encontrar en nobles predecesores como Goethe y Balzac historias parecidas. Notable es su parecido con la obra de Balzac “La piel de Zapa”, en la que un trozo de zapa disminuye a medida que el protagonista comete sus fechorías. Aquí el retrato es el que recoge el tiempo y el mal, y el hombre pierde el alma (“Fausto”) a cambio, esta vez, de su eterna juventud.

Pero donde el libro adquiere su carácter más profundo es en la concepción artística que se defiende en el prefacio (firmado por el propio Wilde). Ya desde un primer momento se toma el ideal esteticista del “arte por el arte”: Una rosa no tiene función alguna, salvo ser bella. No sirve para nada, salvo proporcionar felicidad, armonía y belleza. ¿Para qué más? Convencido de la propia valía de su afirmación (o no convencido en absoluto), Wilde plantea mil interrogantes en la obra, que enreda y desenreda a capricho. El idead de belleza que defiende (siendo una herencia directa del romanticismo) le hace presa de su propia contradicción. La propia frase de “el arte por el arte” conlleva una tautología irresoluble. Quizá lo más maravilloso de este libro sea que, precisamente, nada aprendemos en su lectura, pero nos sentimos cautivados, prendidos de esa belleza al aspirar su aroma a cultura inglesa, a tabaco sin aditivos, bien macerado. Es “el arte por el arte” y su propia crítica, y la sátira al propio personaje que WIlde llegó a crear, como hiciera su más que parecido lord Byron.

Frente a aquellos que promulgan un arte como apéndice del compendio social (si no cito a Gorki no me quedo contento), Wilde afirma paradógicamente la idea del deleite y la pasión, el fluir inequívoco de las palabras en su ritmo, poesía; mientras con su vara socialista azota y defiende ideales humanistas y da a su obra un carácter social renovador. ¿Contradictorio? Desde luego.

Quizá algún día el arte pueda llegar a ser tan puro que no refleje crítica social alguna, quizá en algún momento el hombre pueda llegar a ser tan perfecto que no necesite del arte, que tenga una vida tan plena en la que, por fin, pueda fundirse con su trabajo y deje de necesitar formas de evasión tan banales y estúpidas como Homero o Shakespeare. Cuando llegue ese día (y algunos parecen querer conducirnos hacía él), abriremos las puertas de nuestro y desván y, al fin, veremos la historia de la humanidad reflejada en el pálido y lúgubre reflejo de un cuadro que nos mirará, directamente: Estaremos muertos, quizá seamos felices.

Autor: MARTIN CID

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