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Los comienzos de la Modernidad

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Los comienzos de la Modernidad.

1. Europa a mediados del siglo XV.

Se viene considerando que la denominada Edad Moderna comienza a mediados del siglo XV y concluye con el proceso revolucionario iniciado a finales del siglo XVIII.  La Edad Moderna, considerada en este sentido, es un periodo intermedio entre las edades Media, que le precede, y Contemporánea, que le sigue. Periodización que se ha hecho sobre la historia europea y que difícilmente puede aplicarse a otros continentes. No obstante, conserva su vigencia como elemento operativo en la organización y, sobre todo, en la transmisión de los conocimientos, pues su finalidad es principalmente didáctica.

Por otro lado, los hombres que viven en una época determinada no son conscientes de estos “cambios históricos”,  ni siquiera perciben con plena consciencia  el ritmo  vital del  periodo que protagonizan.  En el caso del inicio de la Edad Moderna, se ha tomado como hito general la caída de Constantinopla en poder de los turcos en 1453; el que nosotros consideremos este acontecimiento  como el comienzo de un periodo histórico no significa que los contemporáneos lo percibieran igual. No es imaginable  que unos labriegos castellanos, bretones o galeses, se acostaran en un contexto determinado que cambiaría radicalmente al día siguiente por el mero hecho de que los turcos acabaran con el Imperio bizantino, suceso que posiblemente ellos nunca llegarían a saber o lo sabrían con mucho retraso, sin que influyera para nada en el resto de su existencia.

Y es que los cambios en la Historia nunca se producen con rapidez tal que permita a quienes lo viven tener conciencia clara de su auténtica realidad. En todas las épocas hay un periodo de transición, más o menos largo, perceptible con diversa intensidad en los diferentes niveles del desarrollo histórico, un motivo añadido al escaso valor que como “factor de separación” tienen los hitos históricos establecidos para marcar el paso de las Edades. En efecto, es una empresa estéril tratar de encontrar el momento o los momentos en que los cambios históricos se producen, pues si analizamos el nivel económico o social y hallamos el elemento diferenciador, veremos que no es aplicable con el mismo rigor al nivel político o ideológico, con lo cual ese elemento pierde su valor “universal” de separación. Por todo ello, hemos de tomar tanto los hitos históricos como los nombres de las distintas Edades como algo meramente indicativo y sin ninguna aspiración globalizadora y determinante.

Todo lo que acabamos de decir es perfectamente aplicable al comienzo de lo que estamos llamando Edad Moderna y tomamos como referente el año citado para que nos sirva de punto de partida –sólo indicativo- de un periodo histórico que empieza a alumbrar por ese año y que da muestras de agotamiento tres siglos después. En consecuencia, nuestro estudio comienza por una fase  en la que hay una clara pervivencia de estructuras, modos de vida, pensamiento y actitudes propias del pasado y sobre ese sustrato –muy generalizado al principio y sometido a una transformación  creciente de velocidad distinta en cada uno de los niveles en que se desenvuelve la vida humana-  se va construyendo el mundo nuevo que alcanzaría su plenitud más adelante y que, sometido al proceso vital humano acabaría por agotarse en una fase en la que volveríamos a encontrarnos una mecánica parecida que, a su vez, daría paso a un nuevo periodo histórico.

1.1.- Asentamientos  y fundamentos sociales de la población.

Hacía siglos que los europeos vivían en un “mundo estable”, ya que sus antecesores habían creado establecimientos fijos, campos que habían convertido en tierras cultivables, ocupadas desde mucho tiempo atrás y, en su mayor parte, pertenecientes a individuos o familias que las transmitían de generación en generación. La densidad de población del continente europeo era pequeña, por lo que aún había  posibilidades de expansión y de ocupación de nuevos territorios pero el nomadismo, como forma de  vida generalizada, hacía mucho tiempo que había desaparecido, quedando elementos residuales esparcidos por doquier pero poco significativos en el conjunto; pastores nómadas, buhoneros, mercachifles, ganaderos, sabios viajeros, etc. eran excepciones en un mundo estable y asentado.

El hecho de que las posibilidades demográficas y económicas del continente estuvieran muy lejos de la saturación, explica que en los movimientos migratorios que se producían, las personas desplazadas acabaran incorporándose a comunidades ya existentes, en lugar de crear nuevos asentamientos, pues la ocupación de nuevas tierras era algo poco usual y, por lo general, respondía a motivaciones concretas.

Las manifestaciones de la vida eran bastante variadas, por lo que ofrecían muchos contrastes y diferencias que se mantenían durante generaciones sin apenas cambios ya que los escasos y difíciles transportes, las casi nulas relaciones culturales y lo rudimentario de las técnicas, no favorecían los intercambios ni las influencias mutuas, de forma que había pocas posibilidades de cambio en la forma de vivir de unas personas cualesquiera y sus descendientes tres o cuatro generaciones después. Esas formas de vida eran  comunitarias y  sobre ellas influían mucho las condiciones físicas, en especial el clima, ya que la sucesión de las estaciones marcaba el ritmo de la vida, la cadencia de las cosechas y,  en gran medida, el ciclo vital humano. De la misma forma, la sucesión de los días y las noches establecía el ritmo de la vida cotidiana, la sucesión de faenas en el campo y los trabajos en los talleres y hogares. Por otro lado, esas mismas condiciones físicas resultaban determinantes en la elección de los emplazamientos urbanos y agrícolas. Unos emplazamientos que se elegían teniendo en cuenta factores tan diversos como la feracidad de la tierra, la facilidad de las comunicaciones, las posibilidades de defensa o la  menor vulnerabilidad a las catástrofes naturales (riadas, inundaciones, heladas, etc.) entre otros.

Modernidad-FlorenciaLa actividad básica y dominante de estas comunidades era la agricultura y por las razones antes señaladas, cada comunidad procuraba ser autosuficiente en sus cultivos, donde predominaba la tradición y difícilmente cabía la especialización y el incremento de los rendimientos, pues no se conocía otro abono que el estiércol, la especialización de las semillas era inexistente (toda vez que el grano se guardaba de la cosecha anterior para la siembra de la siguiente) , la comercialización  resultaba casi imposible y el ganado tenía que mantenerse estable en su número para no comprometer las posibilidades de supervivencia de la comunidad humana.

Igual variedad que en las formas de vida se percibe en las formas arquitectónicas populares,  en los vestidos, en los utensilios y herramientas, en los muebles y, en general, en todo lo necesario para la vida cotidiana, incluidos los modos de comunicación, especialmente el lenguaje, pues  los casi nulos contactos exteriores, el analfabetismo imperante, la poca influencia de la gente culta y la escasez de libros habían provocado que los idiomas carecieran de fijeza y facilitaron la aparición de  dialectos hablados en espacios más o menos amplios y, a veces tan diferentes, que creaban dificultades para comunicarse entre gentes de comarcas próximas. Por todo ello, lleva razón George Clark cuando dice que a mediados del siglo XV “el europeo era un animal local”.

1.2.- Las condiciones locales y manifestaciones de internacionalismo.

Pese a tanto “localismo” o “diversidad”, en aquella Europa había una serie de elementos que permitían hablar de la existencia de una civilización, elementos perceptibles en esferas muy diferentes.

Por ejemplo, los fundamentos sociales eran similares en todo el continente ya que en todos los países se reconocían los derechos de la comunidad y se admitía la propiedad privada; la familia monógama era la principal célula social y a través de ella se transmitían las herencias patrimoniales  en  un sistema dominado por el varón y en el que la mujer estaba en una posición de dependencia, un sistema hecho por y para hombres libres, en el que no faltaban esclavos, pero en el que la esclavitud como tal había desaparecido desde hacía siglos.

En el campo, las diferencias se debían a algún ordenamiento de origen feudal, que había generado rangos distintos, muy distantes entre sí y con mayores posibilidades para aquellos que pertenecían a los rangos superiores, pertenencia en la que el nacimiento era determinante  y, en gran medida, canalizador del futuro, pues las diferencias de rango llevaban vinculadas funciones específicas; por ejemplo, la administración de justicia, así como el asesoramiento y la administración gubernamental,  eran funciones ejercidas, generalmente, por aristócratas y terratenientes de tradición militar.

Por otro lado, las ciudades habían crecido y prosperado gracias a la actividad manufacturera y comercial. Sin embargo, sus dimensiones eran pequeñas; había muchas,  pero con escasos habitantes. Paris contaba con unos 200.000, mientras que Venecia y Londres, por citar tres casos, no superaban los 100.000. Si el ámbito urbano era el marco fundamental en las transacciones comerciales, éstas no eran nada espectaculares, pues las ciudades que tenían ferias y mercados escaseaban. Dentro de las urbes los individuos  dedicados a actividades industriales o comerciales (mercaderes, tenderos, artesanos, etc.) tenían su propia organización con la que buscaban garantizar su actividad y salvaguardar sus intereses.

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Pues bien, en este entramado hay unos mecanismos que conviene destacar. Por un lado, tenemos que uno de los rasgos distintivos de la vida europea de entonces era la abundancia y el poder de las asociaciones ciudadanas que se esforzaban en lograr ventajas económicas, sociales y religiosas para sus asociados. Por otro, existía un fuerte desequilibrio entre el mundo rural y el mundo urbano; en este último se abría paso a duras penas un elemento social nuevo, considerado extraño en el contexto social predominante y que de manera inequívoca se le llamará burgués; pero su fuerza era escasa y, dada la poca entidad de las ciudades, lo normal es que éstas estuvieran en una situación de dependencia respecto a algún señor feudal, aunque no faltaban ejemplos significativos de ciudades independientes e incluso había casos en que lograron que los nobles vivieran dentro de sus muros y se integraran –con mayor o menor intensidad- en la vida urbana: tal es la situación que se observa  en algunas ciudades alemanas, flamencas y, sobre todo, en las italianas, posiblemente las pioneras en este orden de cosas, dadas las peculiaridades de su proceso histórico que veremos más adelante.

Igualmente,  tanto en el campo como en la ciudad, existían oligarquías constituidas por familias principales, de larga tradición, imbuidas de ideales elevados, poseedoras de casi toda la riqueza y el poder, constituyendo auténticas aristocracias, celosas defensoras de su privilegiada posición y de duras actitudes y comportamientos respecto a los menos favorecidos.

Aquisgram-Modernidad1.3.- La Iglesia. Su influjo unificador y sus debilidades.

En este panorama, la principal manifestación de internacionalismo correspondía a la Iglesia y al latín, el idioma usado por ella y por toda la gente culta para comunicarse entre sí por encima de lenguas y dialectos autóctonos.

Este hecho ha sido considerado, generalmente, como un síntoma de debilidad de la civilización europea de entonces, pues los hombres cultivados en los distintos países eran pocos, mayoritariamente eclesiásticos, y necesitaban relacionarse unos con otros. Un caso ilustrativo al respecto lo tenemos en los juristas de las universidades, cuyas enseñanzas se articulaban sobre el Derecho Romano y sobre él se centraban, dado que este Derecho se mostraba útil en muchos países, a pesar de la diversidad imperante; igualmente, el desarrollo del Derecho, en general, será otro vínculo entre estos profesionales.

Las ciudades se conectaban entre sí a través de caminos, navegación costera y, cuando era posible, navegación fluvial. Los caminos constituían una especia de retícula continental cuya estructura básica eran las calzadas romanas, por entonces muy deterioradas, algunas abandonadas; en su trazado, los viajeros tenían que superar muchas dificultades y para reparar sus fuerzas sólo encontraban posadas y establecimientos de escasas comodidades.

Pese a sus deficiencias y limitaciones, los caminos actuaban como escenarios de intercambios de ideas y difusión de conocimientos, por lo que es fácil ver en su transcurso los testimonios que muestran la influencia de un estilo artístico o de una corriente espiritual. Uno de los casos más representativos nos lo ofrecen los Hermanos y Hermanas de la Vida Común, extendidos por Alemania y Holanda y cuyas casas se localizaban preferentemente en las ciudades que comerciaban en la feria anual de Deventer.

Por otra parte, la Iglesia era quien ejercía también la mayor influencia unificadora, tanto en los niveles más elevados como en la vida cotidiana y en las cuestiones administrativas y litúrgicas. En efecto, las altas jerarquías eclesiásticas –las más cultivadas- auspiciaban, impulsaban o protegían movimientos conscientes culturales y espirituales que se difundían por las vías más transitadas. Un buen ejemplo es el ya citado de los Hermanos y Hermanas de la Vida Común. En los estratos inferiores, la Iglesia era la institución mejor organizada y la que más eficazmente utilizaba los cauces administrativos; no en vano su organización era más grande, por encima de fronteras y regiones; también era la más antigua y por ambas características, la que más había depurado sus métodos y la que había acumulado mayor experiencia.

La Iglesia tenía en los valores y en la práctica que encarnaba otro de los factores de unificación. En todos los países seguidores del mismo credo, los actos religiosos se atenían a un ceremonial y a una liturgia común, donde las variantes, si las había, eran escasas y ello permitía a los fieles seguir los actos del culto e identificarlos, aunque no entendieran el latín y estuvieran en un pais distinto al suyo. La unidad de la doctrina profesada se mantenía gracias a la Inquisición, tribunal eclesiástico encargado de velar por la pureza del dogma y extirpar los brotes heréticos que surgieran en la comunidad. La misma práctica en la vida cotidiana abundaba en esta línea, pues la mayoría de los asuntos estaban centralizados (creación de sedes, divisiones parroquiales, uniones y separaciones de parroquias, matrimonios, bautizos, etc.)

Además, la Iglesia mantenía estrechas y constantes relaciones con las autoridades seculares en todos los niveles, relaciones propiciadas por la amplitud de su propia organización y por el poder de algunas autoridades eclesiásticas, como los obispos,  que superaban ampliamente a la mayoría de los súbditos reales. Una relación que, en algunos países, había convertido a las más relevantes figuras clericales  en funcionarios  de elevada categoría y miembros de los Parlamentos y Asambleas Nacionales y en algunos lugares, su dominio territorial era enorme, por lo que podían gobernar como auténticos príncipes mundanos. Esta doble presencia en la dimensión eclesiástica y civil había contribuido a difundir, en mayor o menor medida, la figura de eclesiásticos que ocupaban simultáneamente poderosos cargos civiles y relevantes dignidades dentro de la  organización de la iglesia.

Igualmente, su estado específico y su jurisdicción especial preservaron la independencia de la Iglesia y de sus miembros respecto del poder secular, al tiempo que el celibato les liberaba de trabas y obligaciones familiares. Esta situación los configura como un grupo muy específico, un estamento, extendido por todo el continente y posesor de un espíritu de casta, especialmente cerrado, igual o superior al de colectivos como juristas o gremios. El hecho de poseer una jurisdicción especial les permitía una amplia libertad de movimientos y eludir sus responsabilidades, cuando las había, con la sociedad civil, pues los tribunales eclesiásticos eran los únicos competentes para juzgar a los miembros de la Iglesia.

Una presencia tan generalizada de la Iglesia en la vida continental, en todos los niveles de la misma, se apoyaba en que la cristiandad católica no solamente era la religión oficial de los países sino también la religión popular, siendo contadas las excepciones en esta situación (algunas comunidades musulmanas en España, judíos, paganos en el norte de Suecia, etc.). Así se explica que el clero, tanto regular como secular, fuera  depositario de herencias piadosas, divulgador de cultos devocionales y  receptor, guardián y difusor de legados éticos y artísticos. Su papel en la vida cotidiana era fundamental porque había logrado que la mayoría de las actividades de una comunidad humana tuvieran un referente religioso, si no necesario, por lo menos casi ineludible, pues cualquier asociación  -laboral o institucional- estaba bajo el patrocinio de un santo o santa, a la que rendía culto, celebraba su fiesta anual y le dedicaba una serie de observancias religiosas; ninguna actividad importante se hacía sin ser solemnizada  mediante una ceremonia, un voto o una oración, ceremonial que implicaba a un número de personas más o menos crecido, en función de la importancia del acto a solemnizar y de su incidencia en la comunidad que lo celebraba.

Era práctica común celebrar fiestas periódicas donde se mezclaban  actos religiosos y profanos, unas fiestas que marcaban  el paso del tiempo para la comunidad, con sus secuencias anuales, estacionales, etc. La vida de cada individuo también tenía unas citas obligadas con la práctica religiosa y la Iglesia, pues ésta era la que establecía las leyes del matrimonio, y a través de ellas  regulaba la familia y la sociedad misma. Con independencia de que en los niveles populares la religión se viviera en su pureza o mezclada con supersticiones y prácticas ancestrales provenientes del paganismo, lo cierto es que cualquier persona tenía unas citas obligadas con la Iglesia, al margen de los preceptos dominicales y demás obligaciones religiosas (cuyo cumplimiento podía ser más laxo, accidental o inexistente); esas citas eran el bautismo, el matrimonio y la defunción.

Sin embargo, la Iglesia –al fin y al cabo una institución compuesta por hombres y mujeres- presentaba una serie de deficiencias, merecedoras de reproches y generadoras de males de entidad, pródigos en consecuencias negativas. Por lo pronto, en muchos lugares había quejas generalizadas hacia el comportamiento del clero, tanto por la confusión generada por muchos reformadores improvisados existentes, como por la relajación de los eclesiásticos, que olvidaban dar ejemplo con su conducta sobre las cosas que predicaban. La práctica e inercia administrativa posibilitaban actuaciones poco controladas e irresponsables de autoridades intermedias o menores con su correspondiente incidencia en la feligresía, y en los  niveles superiores, se lograba que los movimientos conciliares no cuajaran más que en concordatos particulares, en los que por parte eclesiástica se permitía la injerencia del poder real en negocios y cuestiones eclesiásticas a cambio de concesiones que potenciaban la significación de los príncipes de la Iglesia en la sociedad civil. Una realidad claramente perceptible que se aspiraba a corregir con la celebración de un Concilio general del que se esperaba la reforma de los altos niveles eclesiásticos, acabando con sus corruptelas, paso previo y necesario para el arreglo del estado de los niveles más bajos.

1.4.- El conocimiento y el pensamiento organizado.

Otro de los mayores logros unificadores en esta Europa de mediados del siglo XV era el crecimiento, organización y difusión del pensamiento, aspectos en los que también la Iglesia estaba especialmente implicada y en los que las universidades venían siendo piezas claves. Por aquellas fechas  los establecimientos de esta naturaleza, auténticamente internacionales, superaban el medio centenar, utilizando un idioma común, el latín, en las lecturas y prácticas docentes;  la enseñanza  en sus aulas estaba auspiciada por las autoridades, lo que tenía el efecto beneficioso de facilitar la comprensión entre hombres de diferentes nacionalidades y uniformaba la transmisión de las ideas, pero paralizaba la libertad y neutralizaba iniciativas emprendedoras.

Ya estaba claro por entonces que el auténtico fin de la universidad era el estudio y la propagación de conocimientos ciertos y verdaderos en los diferentes campos de estudio que se iban abriendo como consecuencia del incremento del saber humano. En este sentido la variedad de temas era muy amplia, aunque en algunos de ellos el volumen de conocimiento real fuera escaso y todavía asistemático. Por lo demás, la comprobación experimental de las hipótesis no se desconocía, de la misma forma que la observación también tenía importancia; pero, por lo general, los temas científicos se enseñaban y aprendían como los de las demás materias, mediante la exposición y los textos patrones como métodos fundamentales. Como los libros eran escasos y caros, la discusión se utilizaba y valoraba mucho, tanto por la aportación de conocimientos en su transcurso como porque permitía apreciar la erudición de los participantes  y la precisión de las citas.

El área en la que el pensamiento se mostraba más dinámico y original era, sin duda, el estudio de la Antigüedad, estudio que siempre había sido de interés para los intelectuales entre los que muchos clásicos gozaban de gran admiración, como Virgilio o Aristóteles, por citar algunos. El estudio de la literatura clásica progresó en profundidad y exactitud y recibe en el siglo XV estímulos significativos  con la aparición de obras olvidadas, la creación de bibliotecas, el aumento del número de estudiosos conocedores del latín y el griego y la comprobación de que en esos contenidos se podían encontrar respuestas a cuestiones surgidas en otras ciencias.

La principal innovación se produjo en el terreno artístico, en el que se experimenta la mayor ruptura de la continuidad desde la caída de Roma, en un movimiento renovador que conserva muchos hábitos tradicionales con el resurgir de las formas clásicas. En tales innovaciones había una enorme carga intelectual facilitada por los estudios de los eruditos que criticaban las doctrinas tradicionales,  propugnaban actuar con honestidad y rigor en los campos de estudio y se reunían en academias, donde la relación entre los miembros y los métodos utilizados diferían de los de las universidades.

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