Córdoba es un regalo, un privilegio de la historia. Una ciudad alegre, como el color de sus hermosos patios y el chapoteo de sus fuentes.
La ciudad ocupa una posición envidiable en el mapa de Andalucía, en la misma rivera del río Guadalquivir. Su existencia se remonta a la Edad del Bronce. Con los romanos y visigodos alcanza Córdoba una gran preponderancia, que se crecienta aún más con la llegada de los musulmanes a comienzos del siglo VIII, cuando se convierte en capital de Al- Andalus, siendo en esta época la urbe más poblada y desarrollada de Occidente. Surgen entonces personajes de la talla de Avicena, Averroes o Maimonides. Se construyen numerosos edificios, como la Mezquita o el Palacio de Medina Azahara. El barroco deja después su acusada influencia en el extenso patrimonio cordobés.
Los miles de turistas que acuden cada año a esta ciudad, suelen recalar en primer lugar a las puertas de la Mezquita, maravilloso legado de la cultura árabe que durante tantos siglos ocupó Córdoba, impregnando cualquiera de sus rincones. Surge este monumento diversas transformaciones, en especial al consagrarse al culto cristiano. A pesar de ello, esta obra de arte deja atónito al visitante. Si el exterior es hermoso, con esos muros finamente labrados, las puertas, el Patio de los Naranjos y la Torres, el interior es sublime, con sus características naves de arcos superpuestos, apoyados sobre pilares y columnas. El Mihrab, prodigio decorativo, la Capilla Real, el Coro o las Capillas laterales.
La mezquita se asoma al Guadalquivir, junto al viejo puente de origen romano. Dos puertas le flanquean, la del Puente y en la otra orilla la de Calahorra, desde donde puede divisarse una mejor perspectiva de la ciudad, con los molinos árabes, entre los que destaca el de la Albolafia.
Una columna dedicada al triunfo de San Rafael, el Hospital de San Sebastián, el palacio Episcopal, actual museo del Obispado, las Caballerizas Reales, el Campo Santo de los Mártires y el alcázar de los Reyes Cristianos forman parte del entorno más próximo a la Mezquita. Colindante a ella se emplaza la antigua Judería, de callejas estrechas y recoletas donde el viajero puede adquirir la tradicional artesanía cordobesa, en cuero, cerámica, joyería, platería, e incluso de imaginería y ebanistería. Hay que ver la Sinagoga y acercarse hasta las Puertas de la muralla, como la de Almodóvar o la de Sevilla.
Varias e interesantes son las iglesias de esta ciudad. Entre ellas la de San Pedro de Alcántara, San Andrés, Real Colegiata de San Hipólito, La Trinidad, San Miguel, Los Dolores, Santa Marina, La Magdalena, Santa María, El Juramento, San Lorenzo, Padres de Gracia, San Pedro, San Francisco, San Cayetano o San Nicolás, con su espléndida torre minarete. En muchas de ellas se hace patente la decisiva impronta del barroco y se guardan excelentes tallas de la imaginería cordobesa, que salen a la calle cada Semana Santa.
Entre los Conventos, el de San Pablo. Ermitas como la de Alegría. Casas como la Mudéjar, de los Villalones y los Luna, de los marqueses, de los Marqueses del Carpio, del Indiano y los Guzmanes. Palacios como el de Viana y el Episcopal, el de Julio Romero de Torres o el Taurino. Torres como la de Belén y de la Malmuera. Plazas emblemáticas como la del Potro, de la Corredera, o del Cristo de los Faroles.
No hay tiempo material, evidentemente, para ver todo en una mañana, ni siquiera en una jornada. Sería vano por otra parte pretenderlo, lo que significa que hay que buscar un lugar para pasar la noche. Pero ahora hay que saciar el apetito sin más demora y para eso la cocina cordobesa puede satisfacer desde luego a cualquiera. Destacan sus platos de salmorejo y rabo de toro, o el genuino flamenquín, siempre acompañados de un buen vino de Montilla Moriles. No pueden faltar los productos derivados del porcino, de esmerada elaboración. Y de postre el pastel cordobés.
La tarde es propicia para desplazarse hasta el fastuoso Palacio de Medina Azahara y las Ermitas, desde donde puede gozarse de unas inmejorables panorámicas del valle del Guadalquivir. Luego conviene regresar a la ciudad, para pasear por la orilla del río y ver las intensas puestas de sol. O bien para caminar tranquilamente por sus calles y rincones al anochecer, bajo el clima agradable y benigno de esta tierra, aspirando los embriagadores perfumes del jazmín y la Dama de Noche.
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