Franz Kafka nació en Praga, en 1883, en medio de un ambiente judaico. Fueron, sin duda, tiempos difíciles, pero también tiempos de renovación y nuevas ideas. El auge de la «cultura kafkiana» coincide con el advenimiento de los movimientos -quizá mal-llamados «de vanguardia»-. Toda Europa se convierte en un hervidero de nuevas ideas literarias, artísticas… Los escritores, pintores y beodos variados se reunen en locales y discuten sobre implicaciones metafísicas y delirio social. Fue la época en la que surgieron Picasso, Eisenstein, Joyce o Stravinsky.
Esta nueva «cultura de café», post-romántica, decadente, mística, enriquecedora, mitificada, maravillosa y ecléctica creará mitos para luego destruirlos, construirá catedrales paganas y compondrá himnos al absurdo. Es quizá Kafka una de las figuras que mejor responde a los requisitos de un tiempo: No se puede evaluar la ecuación vida-obra-cultura de manera aislada, sino poniendo en consonancia estos tres términos. ¿Es acaso Kafka, el Kafka que hoy conocemos, reconocido (estrictamente) por su valía literaria? Supongamos que sí. ¿Por qué entonces cualquier renombrado “kafkiano” que se precie nos remite (irremisiblemente) al complejo edípico y las circunstancias histórico-religiosas de su vida?
Kafka no es un escritor, Kafka icono de la modernidad, semblante literario y espejo para cualquier «literato de café» que se precie. La obra, más allá de su valía narrativa, es un cimiento cultural sobre el cual explicar los aconteceres históricos posteriores. Se toma a Kafka como paradigma debido a su azarosa existencia y éste se amolda perfectamente a estas vicisitudes. Se trata de un judío que parece no haber superado el complejo edípico (justo en el momento en el que las corrientes freudianas están más en boga); ofrece una visión cuasi-apocalíptica (por lo que no es difícil sacar a relucir sus dotes proféticas); habla de un mundo de sueños encerrado en un universo real (otra vez el inconsciente, ahora colectivo, de los psicoanalistas post-Freud); y es el ejemplo para toda una «generación perdida» de escritores buscando nuevas formas de expresión (tomando de Kafka un ejemplo de «nueva expresividad» y temas nuevos). Es, a la vez, un icono cultural de centro-europa, de una Alemania que reivindica como nadie sus iconos (basados en formas clásicas travestidas de modernidad, fuerza y vigor).Muere joven, deja la leyenda de no ser leído (por encima de la literatura, cultura en sí mismo). Todo esto convierte a Kafka en lo que hoy es: paradigma del post-romanticismo, «estructuralista» primigenio.
Kafka es, de esta manera, elegido como abanderado en un conflicto pseudo-literario-sionista a modo de reivindicación post-bélica. Se toma la figura del bueno de Franz como ejemplo de la cultura judía que manifiesta el absurdo de un conflicto mundial. Se diviniza la figura del checo por encima de su obra y, como sucede con Beethoven, se le eleva por encima de su arte. Y es que entre estos dos «monstruos» existen muchas similitudes: la divinización, la incomprensión muchas veces por parte de las grandes masas de lectores y, sobre todo, el proceso paulatino de «iconización» y conversión en parámetros culturales-sociológicos posteriores. Y es que la obra de Beethoven no puede ser entendida sólo mediante el período heroico, al igual que la obra de Kafka no debe ser interpretada estrictamente mediante una biografía psicoanalítica (muy en boga en tiempos post-kafkianos).
«Me senté en la ladera del monte Laurenzi. Bastante triste, examinaba mis deseos para la vida. El más importante, o el más atractivo, resultó el deseo de adquirir una visión de la vida (y de convencer a los demás de mi visión mediante la escritura), en la que la vida conservase su peso, sus naturales altibajos, pero en la que, al mismo tiempo, con no menos evidencia, la vida fuese identificada como una nada, como un sueño, como un vago flotar…».
Kafka es, en eso sí coincido con los múltiples exégetas de su obra, el escritor del absurdo. Pero su obra va mucho más allá de una simple exposición de los hechos, sino que penetra, mediante un método curioso y paradójico en la mente de un conjunto de personajes. Quizá es por esta razón tan atractivo a los de la escuela de Jung (ése del inconsciente colectivo que propugna que todos somos uno). Los personajes de Kafka no son personajes en la acepción moderna del término (distinción personal con características propias dentro de la obra), sino que se caracterizan por su dependencia del medio literario en el que están inscritos. El agrimesor no puede exisitir en otra obra que no sea «El Castillo», o Karl no puede emerger en otro estrato que aquel barco del cual dimana su viaje. Los personajes dependen total y absolutamente de la obra, no al revés. Como escritor, este tema me resulta bastante (cuanto menos) curioso. Dicen los entendidos que un personaje debe tener vida, conservar sus características y que éstas se amolden a la obra, pero siempre manteniendo la vitalidad de dicho carácter. Pues nuestro divinizado Kafka no hace esto: Cada uno de los personajes existe por un motivo dentro de la obra, para cumplir una finalidad. A veces, se encuentran forzados o cumplen una «simple» función explicativa. Alguien dijo una vez que los personajes de K. eran «ideas con patas». ¿No es acaso Joseph K. el paradigma del hombre moderno y del inconsciente colectivo? Cierto, pero no. Y es que, tal vez, la grandeza de este escritor consiste en la simplicidad y proximidad con la que maneja cuestiones metafísicas y las amolda a un ecosistema narrativo.
No voy a abstraerme de hacer una interpretación psicologista de sus obras. ¿No han visto alguna vez el personaje de Joseph K. como un niño que se siente abrumado por un mundo que no comprende? Fue mi primera reacción al leer «El Proceso». Joseph K. es el niño castigado por un padre tiránico. No comprende por qué es castigado, ni siquiera por qué debe ser exculpado, ni la naturaleza de su pecado (falta). Pero aparte del sesgo infantil de K., su universo es, asimismo, el mundo de un hombre moderno, adulto y culpable. K. polemiza con la religión (judaica en este caso) y las instituciones modernas, mira un sistema adulto con los ojos de un niño que no comprende, pero debe plegarse a los mandatos de un super-ego castrante y absurdo.
Kafka es grandioso en los múltiples prismas a través de los cuales nos podemos acercar a su obra. Cuando en «El Proceso» se habla de La Ley, los proselitistas interpretan ésta como La Torah (Ley judía, Pentateuco católico), los leguleyos más teóricos hablan del derecho, los sociólogos de ley natural… Así casi ad infinitum. ¿Podríamos hablar entonces de defectos en una obra? Creo que no, más bien podríamos establecer una lectura meta-literaria: ¿No es acaso la «ley narrativa» moderna una estructura absurda y coartadora del ser literario?
Kafka habla de las formas aristotélicas y del mundo de la representación platónica. Porque el mundo es una abstracción de las formas en sí mismas, manifestadas mediante equilibrios numéricos. El número, proporción divina… Conceptos pitagóricos (que nos han llegado mediante Platón), la cábala hebraica que tan en boga estaba en aquellos tiempos inciertos (de ahí los excelentes paralelismos y los dobles sentidos kafkianos). El todo es la estructura perfecta, eterna e inmutable, Aristóteles nos explica los cambios en los cuerpos, pero también nos habla de cómo la estructura permanece invariable… Metafísica, una vez más. De esto mismo nos habla el autor, cómo el personaje se mantiene invariablemente invadido por la idea, por la estructura de las cosas, cómo su personalidad depende de la obra, la estructura, el todo… Cómo el niño kafkiano se enfrenta con un mundo teórico e inevitablemente se siente perdido en la maraña estructural. Kafka habla del pecado y de la culpa, de su propia vida y de una época y de todas las épocas…, y de aquéllas que nunca existieron, parámetros sin explorar, universo, tiempo y espacio infinito.
Tomen a Kafka, olviden todo, retrocedan veinte años, dos vidas y una eternidad. Olviden el tiempo y su infancia, el universo se abrirá, de nuevo, por vez primera, aquella primera condena en el castillo, con la gramática del sueño del señor Samsa en el monte Laurenzi.
Autor: Martín Cid
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