Caracterización general del modernismo.
Al hablar de la literatura española de finales del siglo XIX y principios del XX, los libros más antiguos y casi todos los recientes de carácter divulgativo mantienen la dicotomía Generación del 98 / Modernismo. Se trata de rotulaciones que han sobrevivido durante décadas, no tanto por su validez científica como por su indiscutible utilidad didáctica. Lo cierto es que cuando, en 1913*, Azorín ideó el concepto de generación del 98, hacía ya muchos años que se hablaba de modernismo.De hecho, ya en el Diccionario académico de 1899 se definía el modernismo como una “afición excesiva a las cosas modernas con menosprecio de las antiguas, especialmente en arte y literatura”. Por entonces, a la palabra se le daba un significado no coincidente con el que hoy sigue siendo más habitual fuera del ámbito de la investigación universitaria: corriente literaria, fundamentalmente poética (aunque no falten ejemplos narrativos), aparecida en Hispanoamérica a finales del siglo XIX, que se caracteriza por su interés más por la forma que por el contenido, utilizando para ello un estilo refinado y sensual, con abundancia de palabras excéntricas (neologismos, arcaísmos) y de recursos expresivos sonoros y coloristas (el azul es el color preferido), que terminaron resultando demasiado retóricos y artificiales para sus críticos, pero que, sin duda, renovaron la escritura realista dominante en la época. Estas palabras del prólogo de Prosas profanas (1896),del poeta modernista nicaragüense Rubén Darío, son una especie de programa literario modernista: “Veréis en mis versos princesas, reyes, cosas imperiales, visiones de países lejanos e imposibles; ¡qué queréis!, yo detesto la vida y el tiempo en que me tocó nacer”.
Si el lenguaje del realismo y el naturalismo decimonónicos se dirigía a un público mayoritario, el del modernismo apunta a una minoría selecta y exquisita, proclive al deslumbramiento producido por adjetivos atípicos y por otras rarezas y exotismos. Las páginas modernistas se poblaron, por un lado, de suntuosidades, lujos, jardines, lagos, pavos reales, nenúfares, flores de lis, piedras preciosas, mármoles, ocasos, ninfas y princesas residentes en lugares exóticos, y por otro de melancólicas inquietudes místicas, oníricas, sexuales y estéticas que pueden resumirse en la palabras hiperestesia y neurastenia. Todos estos elementos encarnan el ideal modernista de belleza. Uno de ellos, el cisne que ya había aparecido en los poemas de parnasianos y simbolistas, sería utilizado por los detractores del modernismo como blanco de dardos como el que, en su libro de 1910 Los senderos ocultos, lanzó el poeta mejicano Enrique González Martínez, autor de un soneto cuyo primer verso parecía certificar la defunción del modernismo: “Tuércele el cuello al cisne de engañoso plumaje”.
Cronología del modernismo.
En las historias de la literatura tradicionales, Bécquer y Rosalía de Castro eran considerados poetas románticos que escribían en un tiempo que ya había dejado atrás el romanticismo. Hoy, el papel que se les adjudica es el de avanzadillas del modernismo. Quizá ningún movimiento literario contemporáneo se desarrolle en un marco cronológico tan difuso como el del modernismo, que hay quien llega a encuadrar entre 1880 y nada menos que 1940. La Segunda Guerra Mundial, pues, representaría el punto final de la era moderna o modernista. Ésta da sus primeros pasos en América en los años setenta del siglo XIX con escritores como el cubano José Martí o el mejicano Manuel Gutiérrez Nájera, pero su recorrido como tal podríamos fijarlo en 1888 (Azul, de Rubén Darío, que utiliza ya en ese año la palabra modernismo, con el significado de modernidad); llega a España coincidiendo aproximadamente con la primera estancia de Rubén Darío en España, en 1892, el mismo año en que artistas catalanes bajo la inspiración de Santiago Rusiñol celebraban en Sitges la primera fiesta modernista; por entonces, Salvador Rueda, el poeta español que mejor conocía la nueva lírica hispanoamericana, ya había publicado aquí versos cercanos a la nueva orientación, también conocida por Valle-Inclán, que viajó a América en ese mismo año; la nueva tendencia está consolidada en 1896 (Prosas profanas, de Rubén Darío); gana su primera batalla literaria en 1898, al ser relevado Clarín por el joven Benavente en su puesto de director de la revista Madrid Cómico; se afirma en España con la segunda estancia en nuestro país de Rubén Darío, en 1899; llega a la cumbre entre 1903 y 1907, años de nacimiento de las dos revistas más importantes del modernismo, Helios y Renacimiento; y se bate en retirada hacia 1913, cuando Manuel Machado, en La guerra literaria, afirmaba que “el modernismo no existe ya”.
En 1902 el debate sobre el modernismo había alcanzado la categoría de tema polémico. En ese año, la revista Gente Vieja, reducto de los escritores de cierta edad, planteaba una encuesta sobre el tema. Las respuestas permiten apreciar la desorientación existente a principios de siglo sobre lo que debía entenderse por modernismo. Esa misma desorientación revelan las siguientes palabras de otro poeta español muy próximo a la sensibilidad modernista, Manuel Machado, que en el primer número de la revista Juventud (1901) afirmaba: “Y por Modernismo se entiende… todo lo que no se entiende. Toda la evolución artística que de diez años, y aun más, a esta parte ha realizado Europa, y de la cual empezamos a tener vagamente noticia”. Por entonces, el modernismo ya era objeto de sátiras teatrales y poéticas y hasta de críticas académicas como la formulada por Emilio Ferrari en su discurso de recepción en la Real Academia Española, en el que se despachaba a gusto contra la nueva poesía y definía el modernismo como “la resurrección de todas las vejeces en el Josafat de la extravagancia”.
Modernismo y 98.
A la altura de 1900, pues, el panorama literario español podía dibujarse, muy a gruesos trazos, de la siguiente forma:
- a)Sobrevive la que en los libros tradicionales se ha llamado generación del 68, integrada básicamente por novelistas: Valera, Galdós, Clarín, Pardo Bazán, Pereda, Palacio Valdés, entre otros. Su modelo realista disfruta del favor del público y de los editores, así como del respeto de la crítica, pero no de las simpatías de los creadores más jóvenes.
- b)Se está dando a conocer lo que en esos mismos libros tradicionales se denomina generación del 98, con Baroja, Azorín y Maeztu a la cabeza y Unamuno como figura un tanto extraterritorial. Al margen de su malestar político, en el fondo la rebeldía del grupo está animada por el deseo de desplazar a la gente vieja, cosa que empezará a suceder en 1902, cuando algunos de ellos publiquen obras de cierta repercusión. Hasta ese momento, los citados no pasarán de ser autores conocidos únicamente en un círculo de iniciados.
- c)Ya se habían dado a conocer los autores que en los citados libros acostumbran a ser llamados
Los escritores de los dos últimos bloques se sentían los representantes de la modernidad y tenían en común un deseo de renovación. Para las interpretaciones más recientes, tan modernistas son quienes oteaban la modernidad desde su atalaya reflexiva sobre el ser español (los antes llamados noventayochistas) como los que se instalaban en una plataforma más estrictamente literaria, desde la cual adornaban la realidad con un lenguaje rico y colorista (los en otro tiempo denominados modernistas). Ciertamente, las interferencias entre los escritores de los bloques b y c son abundantes. La evocación de Juan Ramón Jiménez en un texto publicado en La corriente infinita es clarificadora: dice haber oído, al llegar a Madrid, llamar modernistas a Rubén Darío, a Benavente, a Baroja, a Azorín y a Unamuno. Otra ilustración: en 1904 Pardo Bazán escribe sobre la nueva generación de narradores y ahí, por ejemplo, son modernistas Baroja, Azorín y Valle-Inclán. Era habitual, por otra parte, encontrar en la misma revista textos de escritores modernistas y noventayochistas. En definitiva, las fronteras entre uno y otro grupo eran entonces tan borrosas como hoy se lo parecen a la mayor parte de los críticos. En realidad, los testimonios antimodernistas de los escritores tradicionalmente considerados del 98 se dirigieron más contra los malos imitadores que contra los fundamentos de la nueva estética. Por ejemplo, para Azorín el modernismo era “una alharaca verbalista”, según escribía en su artículo “Romanticismo y modernismo” publicado en ABC el 3 de agosto de 1908. En el artículo “Arte y cosmopolitismo” publicado en La Nación de Argentina y reproducido en Contra esto y aquello (1912), Unamuno escribía: “Es dentro y no fuera donde hemos de buscar al hombre… Eternismo y no modernismo es lo que quiero; no modernismo, que será anticuado y grotesco de aquí a diez años, cuando la moda pase”. En fin, con su radicalismo habitual, Maeztu, autor de juveniles versos modernistas, habló en la revista Juventud de “la tontería modernista” de “los jóvenes de los lirios y de los nenúfares, las clepsidras y las walpurgis”. Todos ellos, sin embargo, mostraron su respeto por el maestro Rubén Darío, que consiguió atribuirse el papel de trasplantador al mundo hispánico de las nuevas corrientes literarias.
Interpretaciones del modernismo.
En la tradición española el modernismo, pese a sus orígenes hispanoamericanos, ha estado siempre presente gracias a la adscripción de Rubén Darío a nuestra historia de la literatura. Su modernismo americano, en cualquier caso, es distinto de los españoles de, por ejemplo, Salvador Rueda, Francisco Villaespesa, Eduardo Marquina y el últimamente revalorizado Manuel Machado, a su vez muy diferentes entre sí, hasta el punto de dificultar una consideración unitaria. En esa misma tradición historiográfica, generación del 98 y modernismo han recorrido caminos distintos, pero siempre paralelos. A ello contribuyó seguramente la difusión del concepto de generación, que había acuñado Julius Petersen en su libro Las generaciones literarias (1930) y que divulgó en España José Ortega y Gasset. Así, en 1935 Pedro Salinas publicó un artículo en el que defendió la aplicación de la idea al grupo del 98, aunque no pensando en dos corrientes literarias separadas: 98 y modernismo. Sí lo hacía tres años más tarde, cuando hablaba del modernismo como una opción literaria inicialmente de raíz americana que fue entendida por los escritores españoles como una actitud de rebeldía frente a lo antiguo. Otro poeta del 27, Luis Cernada, sostendría más tarde similar diferenciación entre 98 y modernismo. Esta interpretación, que podríamos considerar tradicional, se vio reforzada por la aparición, en 1951, de un libro de Guillermo Díaz-Plaja cuyo título sugería claramente la oposición que se intentaba demostrar: Modernismo frente a noventa y ocho.
Desde entonces, mucho ha ido cambiando la opinión de la crítica. Ya en 1934 Federico de Onís había escrito, en su introducción a una Antología de la poesía española e hispanoamericana, que el modernismo era “la forma hispánica de la crisis universal de las letras y del espíritu que inicia hacia 1885 la disolución del siglo XIX y que se había de manifestar en el arte, la ciencia, la religión, la política y gradualmente en los demás aspectos de la vida entera”. Juan Ramón Jiménez, cuyos inicios como poeta tanto deben al modernismo, avaló el juicio en el periódico La Voz en 1935, avanzando una idea que desarrollaría en un curso sobre el modernismo dictado en 1953. Juan Ramón juzgaba un error “considerar el modernismo como una cuestión poética y no como lo que fue y sigue siendo: un movimiento jeneral teolójico, científico y literario”. Más aún: la llamada generación del 98 “no fue más que una hijuela del modernismo jeneral” Ricardo Gullón fue ampliando desde los años sesenta esta interpretación, hoy consolidada, de acuerdo con la cual modernista sería toda manifestación estética que pueda considerarse nueva a finales del siglo XIX y principios del XX. Ello obliga a rechazar el concepto de generación del 98 y hablar de modernismo igual que lo hacemos de romanticismo o barroco, por ejemplo: no como una escuela o corriente literaria, sino como un cuerpo de límites muy amplios. En España, en definitiva, la palabra modernismo debería emplearse en un sentido similar a aquel en que se utilizan otros conceptos extranjeros (aunque no podría identificarse con el término modernismo manejado fuera de nuestro país, que es el equivalente a vanguardia). Nuestro modernismo sería lo que en el ámbito anglosajón fueron el prerrafaelismo y el modern style, en el francés el simbolismo y el art nouveau, en el germánico el Jugendstile, en el italiano el decadentismo, etc. El modernismo literario hispánico vendría a ser un conglomerado de impresionismo, simbolismo, expresionismo y parnasianismo que, en definitiva, se nutre de la modernidad de fines del XIX, porque todos esos movimientos se oponen al realismo dominante en la segunda mitad del siglo, aunque también se alimenten parcialmente de él.
Modernismo y romanticismo bohemio.
En 1902 se tradujo en España, se leyó y se comentó ampliamente Degeneración, un libro publicado en Alemania diez años antes por Max Nordau. Su contenido dejaba traslucir el temor al futuro de una civilización occidental sumida en la decadencia y el recreo en la morbosidad. De ello eran responsables, según se exponía en la obra en cuestión, aquellos escritores modernos víctimas de una cierta degeneración mental. De hecho, las censuras al modernismo frecuentemente lo asociaban a los conceptos de degeneración y decadencia. Decadentes, por ejemplo, se llamó a algunos poetas baudelerianos de los años ochenta en Francia. Para ellos, Los paraísos artificiales (1860), de Baudelaire, fue una obra de referencia, como debió de serlo para Verlaine, Rimbaud y Mallarmé. Es el malditismo de fin de siglo, con sus conductas asociales derivadas: alcoholismo, drogadicción, homosexualidad. Una novela del escritor francés Joris-Karl Huysmans, Al revés (1885), pasa por ser el libro de creación literaria que mejor representó ese espíritu decadentista.
Y es que el fin de siglo es un tiempo de profundo cambio. Si el creador realista y naturalista creía en el progreso material, el modernista ha perdido la fe en esos valores. Si en el tiempo positivista los nombres más reconocidos eran los de Darwin, Taine y Comte, en la encrucijada del nuevo siglo es el turno de Kierkegaard, Nietzsche y Schopenhauer: al racionalismo ha sucedido el irracionalismo subjetivista. Zola, el adalid del naturalismo narrativo, era para nuestros escritores de finales del siglo XIX recuerdo de otro tiempo, porque en este nuevo la literatura europea exploraba vías por las que transitaban o habían transitado Tolstoi, Ibsen, Leconte de Lisle, Maeterlinck, Poe, D’Annunzio o Whitman, representantes, junto con los escritores citados en el párrafo anterior, de la modernidad con la que los jóvenes escritores repudiaban la lírica realista de Núñez de Arce y Campoamor y el teatro melodramático de Echegaray. Si estos últimos autores representan la conformidad con el sistema y la aceptación del orden, los nuevos creadores se sitúan, al menos en principio, en oposición a él. Es la resurrección de la bohemia que ya había sido avanzada por el romanticismo. De su marginalidad negadora del orden social el artista romántico había hecho profesión de fe existencial, aunque se tratara de una marginalidad casi siempre ficticia, como en el caso de un Espronceda de ideas revolucionarias pero cómodamente mantenido en Londres por el dinero enviado por sus padres. Las vidas de no pocos modernistas se situaron en ese límite propio de la bohemia: abundan los amores fatales y no escasean los suicidios o muertes violentas de escritores: José Asunción Silva, Leopoldo Lugones, Alfonsina Storni, Delmira Agustini.
Una de las frases más repetidas por la crítica es esta de Octavio Paz en Los hijos del limo: “El modernismo fue nuestro verdadero romanticismo”. Sin duda, el modernismo tiene mucho de romántico y bastaría para certificarlo la pregunta de Rubén Darío en su “Canción de los pinos” (1906): “¿Quién que es, no es romántico?”. Romanticismo y modernismo coinciden en su apuesta por la pasión, en detrimento de la razón; en su rechazo del acomodaticio orden burgués, de la mediocridad, de la vulgaridad y de la mezquindad; en su búsqueda de ficticios ambientes en los que evadirse. Al igual que en el romanticismo, en el modernismo se le concede a la mujer un papel relevante como símbolo de aspiraciones idealistas. Se impone así un nuevo modelo de mujer, distinto del de las novelas realistas y que también habrá de ser diferente del deportivo y masculinizado que encarnará años después la fémina de la vanguardia. La mujer tan bella como perversa, tan voluptuosa como cruel, tan sugestiva como astuta se adueña de la iconografía decadentista retratada por el pintor francés Gustave Moreau. En la provocadora figura de Salomé se fusionan erotismo y religión: la Salomé literaria de Oscar Wilde fue únicamente la primera de una nutrida lista que podría cerrar la musical de Richard Strauss.
La conexión entre el mundo romántico y el modernista no puede sorprender, ni en este punto ni en ningún otro, porque cada ismo, como cada generación, tiene la costumbre de saltar por encima del padre al que repudian, pero, impulsado por la necesidad de un asidero que lo salve del vacío de la nada, respeta habitualmente la figura del abuelo. El modernismo, fiel a la costumbre, salta por encima del padre realista para abrazar al abuelo romántico, al que tanto debe. Como casi todo movimiento estético, el modernismo niega lo anterior. En lo literario, el realismo; en lo político, el canovismo de la Restauración; en lo religioso, los corsés institucionales; en lo filosófico, el positivismo. Se trata de la lógica reacción de quienes desean disfrutar de las prerrogativas hasta entonces al alcance sólo de sus progenitores. En definitiva, la sempiterna lucha por el espacio vital. Pero no todas las críticas de los jóvenes tenían fundamento: gracias a la novela realista España había recuperado un pulso literario perdido desde mediados del siglo XVII; gracias al turno de partidos acordado por un brillante político conservador, Cánovas del Castillo, y un sensato político liberal, Sagasta, España vivía por fin en paz y daba los primeros pasos hacia la modernidad; la misma Iglesia Católica comenzaba a ser consciente de la necesidad de dar respuesta al problema social, como había hecho en la trascendental encíclica de León XIII Rerum Novarum (1891). Vista con la perspectiva que proporciona el tiempo, la propuesta, si así cabe llamarla, de los intelectuales críticos tenía casi todo de destructiva y prácticamente nada de constructiva. Ni siquiera el llamado Desastre del 98, al que se engancharon sus protestas, había sido tal. No, al menos, en una magnitud que justificara tan apocalíptico sustantivo, dado que casi toda América estaba perdida desde hacía décadas y lo que España se vio obligada a entregar en 1898 fue una parte insignificante de lo que mucho tiempo atrás había dejado de ser un Imperio. Además, España no fue, ni mucho menos, el único país que por aquellas fechas sufrió derrotas militares.
Pero la bohemia modernista necesitaba la confrontación con lo establecido. De ahí, de lo establecido, parten las sátiras antimodernistas, que retratan un modelo de poeta flaco, desaseado, estrafalario, pesimista, neurasténico y melenudo. Noctambulismo, alcoholismo, drogadicción, erotismo y ocultismo son componentes que se asocian a esta variante modernista poco respetuosa con el orden social, que terminó convirtiéndose, en la mayor parte de los casos, en un simple rasgo de negación inicial, sin alcanzar el grado de una actitud asumida como sincero rasgo existencial: las luengas barbas de Valle-Inclán, el desaliño de Baroja, los exabruptos revolucionarios de Maeztu terminaron no siendo otra cosa que marcas dejadas por la juventud. Muy atrás, por ejemplo, quedarían textos tan feroces como el artículo de Azorín titulado “Somos iconoclastas”, aparecido en 1904 en la revista Alma Española. Concluido el rito iniciático, Azorín se convertirá en diputado conservador, Maeztu evolucionará hacia las ideas derechistas por cuya defensa fue asesinado y Baroja se refugiará en un radical escepticismo que le servía para todo. De la bohemia quedarán testimonios literarios como el Max Estrella de Luces de bohemia (1920-24), la más conocida obra teatral de Valle-Inclán, para la que se inspiró en el escritor marginal Alejandro Sawa. En fin, la bohemia terminará no siendo otra cosa que el refugio de escritores de medio pelo como los retratados en la exitosa* novela de Juan Manuel de Prada Las máscaras del héroe (1996): escritores interesantes únicamente para especialistas en el buceo en las cloacas sociales.
Modernismo y misticismo religioso.
El nuevo creador modernista se siente atraído por la rareza y la exquisitez y tiende al aislamiento en un universo propio en el que el arte es el valor más digno de aprecio. Es un hombre desilusionado que ha dejado de creer en ideales colectivos y que dirige su mirada a dos extremos. Por un lado, al radical subjetivismo interior, al individualismo más rotundamente afirmador de su yo. Por otro, a la huida a mundos exóticos, perdidos en la imaginación o en la Historia. Frecuentemente, y en la misma obra, esa mirada se dirige a los dos espacios, como sucede, por ejemplo, en la última novela de Pardo Bazán, Dulce Dueño (1911), en la que la antigua simpatizante del naturalismo se desentiende de la realidad exterior para interesarse por lo más íntimo del ser humano, la creencia religiosa, pero ambientando una parte de la historia en la Antigüedad: en los dos tiempos se buscan el amor y la belleza y se siente interés por el lujo, el misterio y el sentimiento religioso. La metamorfosis de Pardo hacia el decadentismo se remontaba a 1889, cuando publicó Insolación, novela ya muy alejada del modelo realista. Su ejemplo es uno más entre otros de sus compañeros de generación (y alguno, como Blasco Ibáñez, posterior), en casi todos los cuales se percibe similar evolución desde la simpatía por la técnica naturalista hacia el espiritualismo modernista: Galdós desde Miau (1888); Clarín, en Su único hijo (1890); Palacio Valdés desde El origen del pensamiento (1893); Blasco Ibáñez desde Entre naranjos (1900).
Un fragmento del capítulo XVIII de uno de los hitos del decadentismo finisecular, la novela Allá lejos (1891), de Huysmans, testimonia la nueva sensibilidad mística:
–¡Qué época tan extraña! Precisamente en el momento en que el positivismo está en todo su apogeo, se despierta el misticismo y comienzan las locuras del ocultismo.
–Pues siempre ha ocurrido así; los finales de siglo se asemejan. Todos vacilan y se turban. Cuando el materialismo se sobreexcita, se alza la magia. Este fenómeno reaparece cada cien años.
El modernismo es por esencia antimaterialista. Al hablar de él suele olvidarse que con este mismo nombre se conoció una tendencia religiosa reformista que apostó por una renovación profunda de la Iglesia Católica, intentando armonizar el dogma religioso con las nuevas aportaciones científicas. En España la polémica generada por el modernismo religioso no tuvo la importancia que alcanzó en otros lugares, sobre todo a partir de la promulgación por el Papa San Pío X de una encíclica, la PascendiDominici Gregis (1907), en la que se condenaba el modernismo como peligrosa desviación de las directrices ortodoxas marcadas por la Iglesia.
Y es que en tiempos de crisis y duda como lo es cualquier fin de siglo, la religión es situada en la primera línea de fuego, como baluarte defensivo para unos, como bastión que abatir para otros. Nuestros escritores finiseculares la utilizaron como munición literaria en su batalla a favor del nuevo tiempo. Si la cuestión religiosa había sido tratada en muchas novelas realistas como tema social, la nueva literatura optó por la interiorización (piénsese en Unamuno) o la transformación en elemento literario, como en el poema de Rubén Darío “Ite, missa est” (Prosas profanas) o en varios de Antonio Machado, en los que el autor recurre a imágenes religiosas.
Los espacios modernistas
Los movimientos literarios franceses (parnasianismo y simbolismo, pero también romanticismo) estuvieron en el origen de un modernismo hispanoamericano fuertemente influido por la novedad que representaban y, quizá por eso, no excesivamente interesado por su propia tierra, aunque, naturalmente, no la dejara por completo de lado. París fue durante todo el siglo XIX el centro de la actividad cultural europea, el escaparate artístico al que deseaba asomarse cualquier creador español. Allí estaban, por ejemplo, los orígenes de nuestro teatro romántico (Don Álvaro o la fuerza del sino, del Duque de Rivas) y de nuestra novela más o menos naturalista. En la encrucijada finisecular, la Ciudad de la Luz sigue ambientando los sueños del creador moderno: la peregrinación a París resultaba obligada para cualquier escritor que quisiera presumir de modernidad. Las frecuentes evocaciones que los modernistas realizan de Versalles son la conexión entre el interés por épocas pasadas y el deslumbramiento parisino.
Los modernistas se sienten atraídos por espacios lejanos, más imaginados que vividos: China, Japón. El que define mejor el decadentismo de la literatura modernista es la civilización grecolatina en la que se encuentran nuestros orígenes culturales y en la que muchos escritores finiseculares localizan sus visiones de creadores. Baste recordar la publicación, en 1895, de Quo vadis?, la novela más leída del polaco Henryk Sienkiewicz. En éste y otros libros similares encontrarían inspiración muchas páginas modernistas que poetizaron la decadencia de un tiempo histórico empeñado en agotar sus últimos cartuchos en lujos, fiestas y sensualidades varias, como las de la época bizantina, última trinchera de la civilización romana y, quizá por ello, preferida de muchas páginas modernistas.
La posmodernidad ante el modernismo.
Espoleado por las críticas que su libro mereció a Juan Ramón Jiménez, Díaz-Plaja escribió, en el prólogo a la segunda edición del mismo (1966):
Lo que entre los años 1895 y 1915 funcionó en Europa y América es susceptible de precisarse y el deber del crítico es llegar a estas precisiones en la medida de lo posible, es decir, admitiendo la complejidad de los fenómenos, la evidencia incluso, de ciertos contagios entre producciones sincrónicas, pero al mismo tiempo estableciendo la presencia de actitudes predominantes que configuran de modo preciso claras situaciones estéticas. […] Destruir un concepto perfectamente precisado por la historiografía anterior, alegando que se trata de “esquemas profesorales”, no tiene sentido cuando la misión de la crítica es, justamente, la de establecer las agrupaciones derivadas de ciertas coherencias estéticas.
Para la interpretación de este tiempo posmoderno que se han inventado los teóricos de las ideas el modernismo es, en resumen, un amplio movimiento cultural que, surgido en la civilización occidental en un momento de crisis, puso fin al positivismo decimonónico y abrió la puerta a las incertidumbres del XX. En Francia se estaba utilizando desde 1888 el concepto de fin de siglo, que pronto se extendería por otros lugares, pero no por España, donde no logró imponerse, a pesar de ser utilizado por Valera, Clarín y Baroja; tampoco consiguió entronizarse la palabra decadencia, preferida en Italia. En el mundo hispánico acuñamos el vocablo modernismo, hoy utilizado mayoritariamente para referirse a un largo proceso de aproximadamente medio siglo. Se rompe así, al menos por ahora, toda una tradición crítica conocida y aceptada por varias generaciones ¿Es esta ruptura con la tradición la respuesta de los críticos que, desasistidos ya por el amarre teórico marxista, siguen apostando por ese tipo de análisis para el que la literatura no es sino un componente sociohistórico, y no precisamente el más importante? ¿O se trata de la respuesta de la crítica posmoderna, tan poco dada a la clarificación como interesada en seguir la última moda y la tendencia a interrelacionar artes, ideas, tiempos y sensibilidades?
Es evidente que la palabra modernismo ha definido y define muchos conceptos a la vez. ¿Ha perdido, pues, su significado? Quizá sí, porque lo pierde todo aquello que termina abarcando demasiado. ¿Existe la posibilidad de un cierto acuerdo sobre la idea de modernismo? No parece tan fácil. ¿Hasta dónde llega el modernismo? Casi imposible precisarlo. ¿Hemos de identificarlo con esa Modernidad cuya defunción proclamaron a fines del siglo XX los teóricos de la posmodernidad? Para unos sí y para otros no. Por último: ¿cuando comienza la Modernidad: en el Renacimiento, en el siglo XVIII, en alguna otra época? No hay acuerdo sobre el particular ¿Será la posposmodernidad de que algunos hablan capaz de aclararnos algo? El siglo XXI quizá pueda resolver la duda.
El modernismo convencional. Rubén Darío: “El cisne” (Prosas profanas, 1896).
Fue en una hora divina para el género humano.
El Cisne antes cantaba sólo para morir.
Cuando se oyó el acento del Cisne wagneriano
fue en medio de una aurora, fue para revivir.
Sobre las tempestades del humano océano
se oye el canto del Cisne; no se cesa de oír,
dominando el martillo del viejo Thor germano
o las trompas que cantan la espada de Argantir.
¡Oh Cisne! ¡Oh sacro pájaro! Si antes la blanca Helena
del huevo azul de Leda brotó la gracia llena,
siendo de la Hermosura la princesa inmortal,
bajo tus blancas alas la nueva Poesía
concibe en una gloria de luz y de armonía
la Helena eterna y pura que encarna el ideal.
El decadentismo bohemio. Manuel Machado: “Yo, poeta decadente” (El mal poema,1909)
Yo, poeta decadente,
español del siglo veinte,
que los toros he elogiado,
y cantado
las golfas y el aguardiente…,
y la noche de Madrid,
y los rincones impuros,
y los vicios más oscuros
de estos bisnietos del Cid…,
de tanta canallería
harto estar un poco debo;
ya estoy malo, y ya no bebo
lo que han dicho que bebía.
Porque ya
una cosa es la Poesía
y otra cosa lo que está
grabado en el alma mía…
Grabado, lugar común.
Alma, palabra gastada.
Mía… no sabemos nada.
Todo es conforme y según.
La sátira antimodernista. Emilio Ferrari: “Receta para un nuevo arte”
Mézclense sin concierto, a la ventura,
el lago, la neurosis, el delirio,
Titania, el sueño, Satanás, el lirio,
la libélula, el ponche y la escultura,
disuélvanse en helénica tintura
palidez auroral y luz de cirio,
dese a Musset y a Baudelaire martirio,
y lengua y rima pónganse en tortura.
Pasad después la mezcolanza espesa
por alambique a la sesera vana
de un bardo azul de la última remesa,
y tendréis esa jerga soberana
que es Góngora vestido a la francesa
y pringado en compota americana.
(En José María Martínez Cachero, “Reacciones antimodernistas en la España de fin de siglo”, en Guillermo Carnero (ed.), Actas del Congreso Internacional sobre el modernismo español e hispanoamericano,Córdoba, Diputación Provincial, 1987, pp. 132-33).
Los excesos modernistas. La fórmula de Ramiro de Maeztu
Se toman dos o tres centenares de palabras sencillas o raras –mejor raras, pero siempre sonoras–, y se las casa de dos en dos, procurando que el matrimonio sea entre cosas de distinta especie; ejemplos: sol auricadente, los violines magyares, aurorales Ofelias, caricias de los astros, ¡Oh murciélagos sabios!, ingentes asfódelos, ritmos de mis ocasos, los blancos besos negros. Se da color a las cosas que no lo tengan como besos, miradas, afecto, o distintos colores a una misma cosa como en “los verdes melancólicos de las corolas blancas” (“Poesía modernista”, Los Lunes del Imparcial, 14 octubre 1901, p. 1; en Lily Litvak, España 1900. Modernismo, anarquismo y fin de siglo,Barcelona, Anthropos, 1990, p. 116).
Bibliografía básica
Giovanni Allegra: El reino interior. Premisas y semblanzas del modernismo en España. Madrid, Encuentro, 1986.
Guillermo Carnero (ed.): Actas del Congreso Internacional sobre el modernismo español e hispanoamericano y sus raíces andaluzas y cordobesas. Córdoba, Diputación Provincial, 1987.
Homero Castillo (ed.): Estudios críticos sobre el modernismo. Madrid, Gredos, 1968.
Guillermo Díaz Plaja: Modernismo frente a noventa y ocho. Una introducción a la literatura española del siglo XX. Madrid, Espasa-Calpe, 1979 (1.ª edición, 1951).
Rafael Ferreres: Los límites del modernismo y del 98. Madrid, Taurus, 1964.
Ricardo Gullón: Direcciones del modernismo. Madrid, Alianza, 1990 (1.ª edición, 1963).
—– (ed.): El modernismo visto por los modernistas. Madrid, Guadarrama, 1980.
Rafael Gutiérrez Girardot: Modernismo. Supuestos históricos y culturales. Méjico, Fondo de Cultura Económica, 1988.
Max Henríquez Ureña: Breve historia del modernismo. Méjico, Fondo de Cultura Económica, 1978 (1.ª edición, 1954).
Juan Ramón Jiménez: El modernismo. Apuntes de curso (1953). Madrid, Visor, 1999 (1.ª edición, 1962).
Lily Litvak: España 1900. Barcelona, Anthropos, 1990.
—– (ed.): El modernismo. Madrid, Taurus, 1981 (1.ª edición, 1975).
Luis de Llera (coord.): Religión y literatura en el modernismo español, 1902-1914. Madrid, Actas, 1994.
Iván A. Schulman (ed.): Nuevos asedios al modernismo. Madrid, Taurus, 1987.
- AA.:Literatura modernista y tiempo del 98.Santiago de Compostela, Universidad, 2000.
*Óscar Barrero Pérez es Profesor Titular de Literatura Española en la Universidad Autónoma de Madrid. Especializado en el estudio de la literatura española de los siglos XVIII, XIX y XX, es autor de medio centenar de artículos, varias ediciones y, entre otros, los libros La novela existencial española de posguerra (editorial Gredos) e Historia de la literatura española contemporánea (1939-1990) (editorial Istmo).
Descargar artículo en PDF: Modernismo Literario
👍