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El Nirvana como suplicio de Tántalo

Nirvana

El Nirvana como suplicio de Tántalo.

Breve estudio sobre Beckett y Schopenhauer por André Karátson.

“One day nearer to the silent Night!”

The Smeraldina´s billet doux
S. Beckett, More Pricks
than Kicks.

La obra de Samuel Beckett, aunque no suele decirse, se inscribe directamente dentro de la órbita schopenhaueriana. En realidad si el schopenhauerismo ha llegado hasta nuestros días es en gran parte gracias a la actualidad que no ha cesado de garantizarle la obra tan personal del escritor franco-irlandés. Él, al menos, no lo ha ocultado. Podemos encontrar una confirmación reciente en las entrevistas que él concedió a Charles Juliet (Rencontres avec Beckett, Fata Morgana, 1.986).

“Intento discernir – anota Ch. Juliet – en qué reside la singularidad de su obra. Observo que a lo largo de los cuatro últimos siglos, el hombre parece haberse obstinado en darse a sí mismo una imagen tranquilizadora y gratificante. Ahora bien, esta es precisamente la imagen que Beckett intenta destrozar .
Él me ha remarcado que en este sentido ha estado precedido por otros como Leopardi, Schopenhauer…” (p.49)

También en 1.937 le escribe a su amigo Mac Greevy:

“Cuando estaba enfermo, me di cuenta de que la única cosa que podía leer era Schopenhauer. Cualquier otra cosa que intentase leer me hacía confirmar la sensación de malestar. Era bastante curioso. Como una ventana abierta bruscamente en la niebla. Siempre he sabido que él [Schopenhauer] era uno de aquellos que más contaban para mí”.

En efecto, de una manera o de otra, todos y cada uno de los aspectos del pensamiento schopenhaueriano han tenido eco en Beckett, incluso la teoría del arte que parecía haber quedado obsoleta en los años 50 en los que Beckett conoció por primera vez la fama. Es cierto que el autor de En attendant Godoy jamás fue dado a confidencias y es necesario remontarse a su juventud, a la época en la que era lector de inglés en la E.N.S. de la calle de Ulm, para encontrar en su ensayo sobre Proust (1.930 – 1.931) el elocuente testimonio de su adhesión a la estética del MVR . Los estudiantes de irlandés leen todavía este ensayo como una contribución al estudio sobre Proust, algo que no es ilegítimo si tenemos en cuenta que Beckett explica la perspectiva de la Recherche a partir de un criterio rigurosamente schopenhaueriano, invitando así indirectamente al lector a descubrir el schopenhauerismo que impregna la obra. No es menos cierto que es el mismo Beckett el que dialoga aquí, a través de Proust, con los planteamientos contenidos en el MVR: se ven [así] esbozados sus grandes temas futuros acompañados de sus respectivos argumentos justificativos.

“La ecuación proustiana nunca es simple. Lo desconocido (…) tampoco se puede conocer”

Podemos leer en el comienzo del ensayo. Ahora bien, después de Proust, que interioriza la metafísica de Schopenhauer, Beckett considera también que lo desconocido en cuestión es, en primer lugar, la realidad secreta del hombre, su “conciencia latente”. Pero, ¿cómo acceder a su conocimiento cuando se vive en el Tiempo (monstruo bicéfalo de condenación y de redención) que impide al sujeto agarrarse al objeto? Un análisis riguroso destaca la eficacia de la memoria involuntaria, que puede, neutralizando la voluntad individual, introducir al artista en el camino del desarrollo espiritual en profundidad. No obstante es la música la que permite acceder a la perfección que está reservada al sujeto puro, exento de todo “deseo”. En este estado no es ya la “conciencia latente” lo que el sujeto contempla, sino la “cosa en sí”, que no es otra cosa que la obra de arte escondida en lo más recóndito del artista, lo que constituye la ley de su naturaleza. En resumen, al artista contempla el arte,
“afirmación ideal e inmaterial de la esencia de una belleza única, de un mundo único (…), “realidad invisible” que condena la vida del cuerpo en la tierra como un castigo y revela el sentido de la palabra: “defunctus”” .

Así termina este ensayo inspirado, e incluso comprometido, en el que Beckett quiere que el arte se confunda con la práctica del ascesis. Semejante lógica fundada sobre una síntesis personal de las ideas del MVR contiene el germen de las reglas “monacales” a las que el escritor quedará atado después de sus rotundos éxitos.

Pero Proust sirve también a Beckett de lugar privilegiado desde el que observar la aplicación de la teoría schopenhaueriana a la novela. Todo esto llevará a la condenación del realismo:

“En donde los demás copian, él (Proust) busca la relación, el factor común, el sustrato”;

[y] a la creación de personajes:

“Recordamos que Schopenhauer define el proceso artístico como “la contemplación del mundo independiente del principio de razón”. En este aspecto Proust quizá se aproxime a Dostoïevski, quien presenta a sus personajes sin explicarlos. Se podrá replicar que Proust no hace más que explicar a sus personajes. [Pero] estas explicaciones son experimentales, no demostrativas. Él los explica para que ellos aparezcan como son, inexplicables”

El joven ensayista está especialmente sorprendido por el hecho de que Proust iguale a los humanos con los vegetales, por la indiferencia de los personajes hacia los valores morales:

“(…) su voluntad es ciega y firme, ella no es consciente jamás y nunca se extingue en la percepción pura propia de un sujeto puro. Ellos [los personajes] son víctimas de su voluntad y persiguen una actividad grotesca y predeterminada en los estrechos límites de un mundo impuro (…) Y como los representantes del mundo vegetal parecen hacer una llamada a un sujeto puro con el fin de pasar del grado de la voluntad ciega al grado de la representación. Proust es este sujeto puro. Él está casi exento de la impureza del deseo. Él reniega de su falta de voluntad hasta el momento en el que comprende que la voluntad, aún siendo útil, esclaviza a la inteligencia y a la costumbre, además de no ser en absoluto una condición de la experiencia artística. Cuando el sujeto está exento de voluntad, el objeto está exento de causalidad “Tiempo y espacio no son más que uno””

En resumen, en este retrato schopenhaueriano de Proust, Beckett parece presentar su propio ideal literario. Siguiendo con [la posición de Beckett], ¿no haría falta no obstante que el lenguaje sea un instrumento del conocimiento y de “objetivación” tan perfecto como la música? Ya en su ensayo sobre Proust los cambios en este aspecto parecen nulos:

“No hay comunicación porque no hay medios de comunicación”

Pero esta fórmula de choque sólo se aplica a la comunicación interpersonal.

No obstante, Beckett no tarda en descubrir (cf. John Pilling, Samuel Beckett, Routledge & Kegan Paul, London, 1.978) una radical confirmación de sus dudas en Beiträge zu einer Kritik der Sprache (Contribuciones a una crítica del lenguaje, 1.901 – 1.903) del lógico austro-checo Fritz Mauthner. En efecto, según Mauthner, los nombres dados a las cosas son creaciones artificiales, de manera que el lenguaje no sirve para nada en la observación del “sí – mismo” ni en el estudio sobre la verdad en general. Como no se puede pensar sin lenguaje y como hablando es imposible distinguir entre la relación y aquello que está supuesto en la relación (cf. La relación de Moran al final de Molloy), estamos condenados a mantener diálogos sin sentido. Con el fin de conocer las cosas tal y como son realmente, se deberían traspasar los límites del lenguaje, aunque esto es una operación imposible según Mauthner, que recomienda “el silencio celeste y la serenidad de la resignación y de la renuncia”. Se debe valorar el sentido que este planteamiento le da al pensamiento de Schopenhauer y cuánta influencia tiene sobre el pensamiento de Beckett que no deja de extender la validez del análisis de Mauthler infiriendo la incompetencia del lenguaje a la literatura. De ahí los propósitos nihilistas que surgen en Beckett hacia Georges Duthuit:

“Explicar que no hay nada que explicar, nada con lo que explicar, nada a partir de lo cual explicar, ningún poder de explicar, ningún deseo de explicar – todo esto junto a la obligación de explicar”

Paradójicamente la toma de conciencia absurda suscita “representaciones” cómicas. Con motivo de su inautenticidad, la escritura debe venir revestida de una forma caricaturesca mediante al cual el autor se parodie [a sí mismo] parodiando los textos de otros, puesto que hablar, escribir, es además servirse de las palabras de otros. ¿No se ha remarcado que Beckett se desdobla gustosamente en payaso metafísico y en payaso erudito (Federico Busi, The Transformations of Godoy, The University Press of Kentucky, 1.980)?

Los grandes objetivos prousto – schopenhauerianos permanecen válidos, pero ¿cómo alcanzarlos? Y si, pese a todo, no se está tan lejos de la meta, ¿cómo dar cuenta del camino recorrido? Mal vu mal dit, el título de un texto tardío (1.981) resume perfectamente la aventura de la “galería de reventados” que nos presenta Beckett como sus personajes, seres afectados de una amnesia semi-provocada, semi-voluntaria, soñadores del silencio, razonadores grotescos enfrentados con su representación del mundo, aficionados del Nirvana al que son incapaces de llegar. En efecto, contrariamente a los personajes de Kafka, movidos por un querer – vivir obstinado, los de Beckett aspiran a un no-ser en el que la visión, por decir de algún modo “beatífica” sólo será ofrecida a Murphy, antihéroe de una primera novela deudora todavía de Joyce.

Como consecuencia ningún personaje podrá atravesar el límite, ni del discurso ni del conocimiento, independientemente de que se esforzasen obstinadamente [en lograrlo] o de que lo dejasen pasar apáticamente. “No terminarán jamás de terminar”, y las diversas estrategias novelescas del autor estarán todas destinadas a la puesta en escena de este fracaso.

Bajo esta perspectiva, la originalidad de Beckett consiste al mismo tiempo en hacer retroceder los límites y en imaginar personajes susceptibles de aproximarse a cotas de espectaculares degradaciones físicas e intelectuales. Su itinerario “anonadante” les conduce así pues hacia un estado más próximo del ideal prousto – schopenhaueriano, pero como ellos no disponen de categorías racionales, los personajes persisten en comentar todo lo que les sucede según la mentalidad del mundo fenoménico. Esta es una de las mayores fuentes del extraño humor de Beckett, un humor que causa estragos en todo lo concerniente a las convenciones novelescas.

La famosa trilogía aparece particularmente como una retorcida variación de esta “esperanza agobiante”. Molloy (acabado en 1.948), la primera novela, está compuesta de dos relatos simplemente yuxtapuestos con una articulación defectuosa, cuando deberían haberse entremezclado el uno con el otro puesto que hablan de la misma persona desdoblada en sujeto y el objeto. ¿El sujeto podría reconocerse como objeto desplazado en el espacio? Percibimos que la estructura contigua cumple la función de velo de ilusión y que la novela, englobada en su intertextualidad, Geulincx, Dante, Descartes, Proust, Jung, etc., plantea el problema de la representación en el sentido schopenhaueriano.

En la primera parte de Molloy (estirpe, en irlandés), escritor inválido que vive en la casa de su madre, intenta explicar cómo ha llegado a la situación en la que se encuentra. La narración queda incompleta puesto que, en plena regresió, [convertido en un] vagabundo y aquejado de parálisis en las piernas, Molloy pierde el conocimiento en una cuneta. La última etapa de su viaje, la misma que le permite ocupar paródicamente el lugar proustiano, el lugar de la memoria, escapa así de la narración. Sólo puede vivir en un agujero de la memoria.

En la segunda parte, un investigador recibe la orden de encontrar a Molloy. Su nombre es Moran, anagrama de “roman”, cuyo sistema tradicional de representación va a ser discutido por medio de las desventuras cada vez más lamentables del personaje. En efecto, Molloy es el subconsciente de Moran. Todas las desgracias de éste se deducen del hecho de que [el investigador] busca este ser fabuloso y quimérico en el espacio cuando en realidad lo debería buscar en el tiempo. El avance [de la investigación] de Moran no le permite atrapar a Molloy; y con las piernas paralizadas vuelve a su casa, convertida en ruinas durante su ausencia. Con su invalidez, su aspecto de vagabundo hirsuto y mugriento… ¿no parece transformado en Molloy? El sujeto es reabsorbido por el objeto, la investigación psicoanalítica ha encontrado un comienzo de culminación según las modalidades schopenhauerianas de la renuncia a la voluntad y a la negación del principio de individuación.

Es necesario todavía, para llegar a un resultado la aproximación sorprendente del “objeto”, implicar al sujeto en un laberinto de errores, desestructurar el tiempo y el espacio, inventar aquellas formas gracias a las cuales causa y efecto pueden aparecer como intercambiables. Por ejemplo el relato de Molloy es anterior al de Moran, pero el relato de Moran coincide con el de Molloy. Entonces, inscrito en el tiempo ¿qué es Molloy: origen o devenir de Moran? Sea cual sea la respuesta, la novela se vuelve hacia sí misma en una circularidad que insinúa la idea de una repetición infinita. Además de la tendencia a confundirse en la nada, las estructuras narrativas también ponen a prueba los grandes esquemas del MVR, aunque sea para parodiarlas.

En su segunda novela, Malone meurt (acabada en 1.948), repite el tema de Molloy en un nivel superior, el del arte prousto-schopenhaueriano. Encontramos a Molloy, que convertido en un anciano postrado en cama se designa como artista, en una habitación sórdida en la que a Marcel no le hubiera gustado explorar su memoria. En cuanto a esta actividad, Malone toma con respecto a ella la distancia que Mauthner impone a Beckett:

“¿De qué podría pues acordarme y con qué?”

Beckett decide jugar sin objetivo e inventar personajes cediendo al deseo de establecer un programa:

“Sólo me apartaría en la medida en la que no tuviera más remedio. Está decidido. Siento que he cometido una gran equivocación”

En efecto , el juego se transforma en un descenso hacia los capas más profundas de la memoria. Contrariamente al orden de Molloy, Mallone comienza narrando la educación de un tal Saposcet (¡saber excrementicio!), personaje mediocre que a sus ojos encarna el ennui en el sentido schopenhaueriano, que acaba siendo abandonado por el camino para ser sustituido por Macmann (hijo del hombre), el cual representa el espíritu simple de un vagabundo que encuentra en un asilo, y que a su vez termina finalmente por ser embarcado en una ensangrentada excursión dantesca, nueva etapa hacia la nada. En las últimas palabras transformadas en versículos y después en versos libres Malone confiesa su sentimiento de culpabilidad como si el “crimen de nacer”, idea que Beckett había tomado de Schopenhauer, se transformara, en el caso del artista, en el crimen de haber creado, es decir, de haber servido a la causa del Querer vivir. Ahora bien, pese a la dislocación final de la palabra autobiográfica y pese a los juramentos del narrador de no volver a recomenzar una y otra vez, en la tercera novela L´innommable (acabado en 1.949), donde el protagonista queda reducido a una cabeza y a un tronco, reaparece la posibilidad de terminar con la palabra como algo irrealizable:

“(…) Hace falta decir las palabras mientras las haya, hace falta decirlas, hasta aquello me dicen, extraña pena, extraña falta, es necesario continuar (…)”

Que se vea en esta trilogía tanto una forma degradada de la Divina comedia, como una distribución serial de la personalidad a la manera de Proust o incluso una estructura concebida sobre el modelo de la trasmigración de las almas, hace que sea necesario admitir que el hilo fundamental proviene de la conciencia de ser incapaz de cumplir la función asignada por Schopenhauer al arte. El lugar de objetivar la esencia del “sí” o del mundo, prisionero del lenguaje de la representación, la literatura no puede más que producir aproximaciones decepcionantes. Así en Beckett la escritura arrastra el proceso obligado del arte. ¿Puede éste al menos desempeñar el papel de “calmante” como lo entiende Schopenhauer? A juzgar por el relato que tiene por título Le calmant (acabado en 1.947 en sus Nouvelles et textes pour rien), el autor designa como calmante el veneno, mientras que el arte de su ficción es aquel en el que el narrador hace una llamada para la calma que sirve para objetivar el ennui de vivir o, peor aún, a considerar más frustrante la vuelta del sueño a la “realidad”.

Comparado a Beckett, Schopenhauer aparece así como un pensador del gozo de vivir. Si Beckett es más pesimista, también es más romántico en la medida en la que nada puede apagar la sed de absoluto. Paradójicamente, estos son los sufrimientos de este romanticismo frustrado que aseguran a Beckett un estatus moderno. Pero no solamente la literatura, impelida de poder servir de forma de conocimiento, debe renunciar a preguntarse por el “¿Qué es eso?” para sustituirlo por el “¿Cómo es eso?”, sino que ni incluso así nada le garantiza la veracidad de sus experimentaciones formales. La inautenticidad siempre permanece irreductible. Y cuanto más esfuerzo haga el arte para hacer retroceder los límites, más será reducido a no ser más que un juego. Vemos como Beckett anuncia la postmodernidad. Pero vemos también no lo puede hacer sino a regañadientes a causa de su referente schopenhaueriano.

TRADUCCIÓN: Ana Carrasco Conde

Otros artículos relacionados con el tema en nuestra Biblioteca Virtual: Samuel Beckett: poética del despojamiento

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