Guías Culturales

Salamanca, Patrimonio de la Humanidad

Salamanca-puente

SALAMANCA.

Alto soto de torres que al ponerse

tras las encinas que el celaje esmaltan

dora a los rayos de su lumbre el padre

Sol de Castilla;

bosque de piedras que arrancó la historia

a las entrañas de la tierra madre,

remanso de quietud, yo te bendigo

¡mi Salamanca!

Al pie de tus sillares, Salamanca,

de las cosechas del pensar tranquilo

que año tras año maduró en tus aulas

duerme el recuerdo. (Miguel de Unamuno, Poesías)

Salmantice o Helmantica, que de ambos modos es válido, fue antigua población romana, instalada a la vera de la Vía de la Plata, columna vertebral del imperio en el occidente de Hispania, larga ruta caminera que conectaba tierras emeritenses con las maragatas, verdadera catapulta hacia los ricos yacimientos auríferos del noroeste de León.

Su posición estratégica, estuvo además reforzada por el paso de otros caminos que se dirigían desde Cesaraugusta hacia pagos de los lusitanos. Los enigmáticos verracos preromanos y el puente de origen romano, alzado a treinta metros sobre las aguas del Tormes encañonadas antaño bajo 27 ojos, aunque afanosamente reconstruido en infinidad de ocasiones hasta los siglos XVII y XVIII, son testimonios reveladores de sus tiempos más lejanos. De época tardoantigua data su primer recinto fortificado, trabado por grandes bloques graníticos, que siguió erguido hacia la más temprana Edad Media, cuando quedó preñado por el teso de las catedrales, que es como decir, cuna y solar, corazón y ágora de la ciudad de Tormes.

Salamanca fue repoblada por doña Urraca, hija de Alfonso VI, y su legendario yerno don Raimundo de Borgoña, punta de lanza de una proyección ultraserrana meridional, razón que propició de nuevo su reforzamiento amurallado, palpitando vida en el Azogue Viejo, intercambiador de múltiples grupos: francos, portugueses, gallegos, castellanos o leoneses, que fueron constituyendo los diferentes corros ò corrillos, células fundacionales de cada barrio salmantino medieval. Hacia el siglo XIII se irá alzando la cerca fortificada bajomedieval, coincidiendo con la actual ronda que encinta la urbe más vetusta.

Albergará además la Universitas Studii Salmanticensi, irreprochable carta de visita que augura imparable proyección intelectual. Ciudad universitaria desde que Alejandro IV aprobaba el Estudio General en 1255, para que los reinos fueran “colmados de la langueza del don divino e ilustrados con la luz inextingible de la sabiduría y fortalecidos con los consejos de los entendidos y con la madurez de los mismos, en Salamanca, ciudad muy fértil, lugar escogido de tu reino de León por su salubridad […] con el consejo y asentamiento de nuestro venerable hermano el obispo y con el asentimiento de los hijos amados del capítulo de Salamanca, establecisteis el Estudio General […] concurrido por doctores y profesores…”.

Iglesias románicas afloran por doquier: la inconfundible planta circular –quizás capilla palatina o simplemente privada- de San Marcos, Santiago, San Juan de Barbalos, San Julián, San Polo, San Cristóbal, San Martín del Mercado, Santa María de Vega, San Millán, Santa María de los Caballeros, Santo Tomás Canturiense, y por encima de todas, la magna Catedral Vieja, tocada con su inconfundible Torre del Gallo, casquete pétreo de jurásico escamado, baliza y odalisca oriental de románica apostura que desde tierras durienses mira con desdén.

La más antigua catedral seduce por su abultada ornamentación escultórica, amén del gran retablo mayor –advocado a la Virgen de la Vega- con martingala de tablas pintadas por el florentino Dello Delli y su taller, con los revestimientos de su cuenca absidal, capilla de San Martín y la rica colección de sepulcros góticos, el claustro, las salas del Museo Diocesano, nacarado joyel para custodia de las tablas del pintor salmantino Fernando Gallego –adalid del hispano-flamenco castellano- o las capillas de Talavera, Anaya y Santa Bárbara, donde hasta bien entrado el siglo XIX se celebraban las colaciones universitarias de grados.

Salamanca-catedral-2En el siglo XVI, reaprovechando el mastodóntico muro septentrional de la Catedral Vieja, se iniciaron las obras de la Catedral Nueva, mucho más ambiciosa y aérea, siguiendo ampulosas trazas del ya encumbrado Rodrigo Gil de Hontañón. El salmantino es tándem catedralicio de calidad tan singular que carece de parangón en tierras hispanas. La inmensa seo nueva, no puede disimilar su carácter gótico disolutivo, aunque de órdago a la grande, manifiesto dictado a contrapelo, cuando los oropeles platerescos anunciaban nuevos vientos llegados de Italia.

Los Católicos impulsaron definitivamente las ansias renovadoras de la ciudad, adecentado calles y remozando edificios, monásticos, docentes y hospitalarios. Salamanca es hoy por hoy capricho plateresco sin devaneos ni mezcolanzas, en portadas, coronamientos, escaleras, zaguanes y patios, en la Casa de las Muertes que alzó Juan de Alava en 1515, la Casa de las Conchas –de apariencia y tipología medieval- con su esbelto patio de arcadas mixtilíneas alzado merced al patrocinio del doctor Talavera Maldonado, la casa de don Diego Maldonado, las Escuelas Menores universitarias, la Casa de la Salina (palacio de don Rodrigo de Messía) o el torreado palacio de Monterrey (mandado construir por don Alonso de Acevedo y Zúñiga, III Conde de Monterrey, hijo de don Diego y sobrino de don Alonso de Fonseca), estos dos últimos conjuntos en los que también tuviera oportunidad de lucirse don Rodrigo Gil de Hontañón, incardinando toda suerte de abigarradas cresterías antropomórficas y coronamientos de ventanales entresacados con piedra de Villamayor y Panaderos.

Salamanca claustro          Entre las casas religiosas del siglo XVI destacan las de Santa Isabel, las Úrsulas, las Bernardas, el monumental dominicano convento de San Esteban, donde trazó Martín de Santiago, con fachada apabullante de poderoso arco casetonado y retablo mayor rubricado por José Benito de Churriguera, las Dueñas (Santa María de la Consolación) donde se despliega un gran ciclo de medallones con bustos cristianos en la senda del via veritatis, el Sancti Spiritus, las Agustinas que favoreciera el conde de Monterrey, todopoderoso virrey en Nápoles, y hasta donde llegaron lienzos de José de Ribera y esculturas de Giuliano Finelli. Alberga Salamanca un buen puñado de edificios conventuales, contrapunto de la pletórica vida universitaria, microcosmos donde se materializan las ideas contrarreformistas. A decir verdad, la ciudadela salmantina, aupada sobre la Peña Celestina, aunó a la par recias vocaciones religiosas y airados anhelos intelectuales.

Para edificio charro del siglo XVI, y además civil, no hay como la Universidad. De excelsa fachada-tapiz alzada sobre dos puertas escarzanas y crestería con flameros y pináculos, es conocida en todas las latitudes del globo, planteando suntuoso encaje colgado, mareante en identidad y hasta agónico en el detalle.

Despliega un complejísimo programa humanístico –atribuido sin excesivo celo al erudito Fernán Pérez de Oliva- que viene a consagrar la idea de Universidad como el Templo de la Fama, Palacio del Vicio y la Virtud. Todo ello cuajado de delicados grutescos, formas a candelieri, medallones con las efigies –imago clipeata en incombustible latinajo- de los Reyes Católicos (y la preclara inscripción en caracteres griegos: “Los reyes a la Universidad y ésta a los reyes”), bustos de Carlos V e Isabel de Portugal, oportunistas procesiones psicomáquicas, además de las armas reales e imperiales. En la escalera del zaguán interior se reproducen estampas flamencas y en los antepechos de la galería alta del patio otras composiciones extraídas de la Hypnerotomacchia Poliphilii.

Salamanca catedral          En Salamanca el barroco entró a borbotones, bautizada certeramente como “Atenas castellana”, eclosiona en forma cívica de Plaza Mayor, con mucho y no ser caso aislado, ¿será tal vez la más galana de la Península?, razones no faltan, en todo caso sobran para ratificar el aserto y parir un escenario de simetría, regularidad, rutilante doradura, limpieza y elegante ornato en forma de medallones con personajes históricos y balaustrada coronada con obeliscos. Donde la dorada piedra de Villamayor, maná en el que untaron todos los monumentos de la ciudad, busca su escenario más límpido y especular. Con buen tino declaró don Miguel de Unamuno de la Plaza Mayor: “corazón henchido de sol y del aire de la ciudad, templo civil sin otra bóveda que la del cielo”.

La Plaza Mayor –ocupando el solar de la vieja plaza de la colación de San Martín- queda hermanada con la Casa Consistorial, allí desembocan las principales rúas (que aquí, como en las villas jacobeas, conservan su acepción burguesa, fenicia y caminera) de la ciudad. La plaza tiene forma irregular y manifiesta un insoslayable declive, promovida en época del corregidor Rodrigo Caballero y Llanes, dos de los frentes de edificios fueron diseñados por Alberto de Churriguera (1729) y otros dos por Andrés García de Quiñones (1752), acogiendo en sus soportales animados comercios y permitiendo la contemplación desde los balcones de los abigarrados espectáculos públicos: autos, ajusticiamientos, procesiones, visitas reales, juegos de cañas y corridas de toros, aunque no fuera precisamente a precios de saldo.

Pero para barrocos, de padre y muy señor mío, está la Clerería, jesuítica factoría del saber asotanado y tocado con teja, voceado a los cuatro vientos, gran consorcio universitario con capacidad para cientos de escolares, de los del siglo XVIII, que eran más encopetados y disfrutaban de mejores rentas que nuestros decrépitos Erasmus del siglo XXI, que a buen seguro, alguno inspiraría todavía novísimo Buscón.

Toda Salamanca vivió pendiente de sus aulas, hacia Calatrava y Anaya, hacia Fonseca y el siloesco colegio de los Irlandeses, cuando sobre todo se estudiaba retórica, leyes, cánones, teología, medicina y lenguas clásicas. Pero la fama de la universidad y su profesorado alcanzó su cénit en el siglo XVI, cuando Florián de Ocampo, Pedro Chacón, Francisco de Vitoria, Fray Luis de León o Hernán Pérez de Oliva, impartían docencia, provocando aciagas disputas y cruentos altercados. Hacia el reinado del emperador Carlos ya estaba rematado el conjunto monumental universitario: Patio de Escuelas, Hospital del Estudio, Escuelas Mayores y Escuelas Menores, contando además con ornamentos que dejaron algunos de los mejores artistas de la época: Juan de Flandes, Felipe Bigarny y Fernando Gallego, autor este último que compuso las pinturas de la techumbre de la biblioteca con figuras zodiacales y alegóricas de las artes liberales, singular plafón que llamó la atención de ilustres viajeros foráneos como Jerónimo Münzer o Lucio Marineo Sículo, sirviendo además como motivo inspirador del inconfundible logotipo que anuncia la capitalidad cultural europea charra para el año 2002.

Los colegios mayores y menores amén de los alzados por las órdenes militares acogían a toda una pléyade de escandalosos estudiantes: el Trilingüe, el de Santiago ò del Rey, el mayor de Oviedo, el de Cuenca o el de Calatrava, fundado por Carlos V y trazado por el afamado arquitecto Joaquín de Churriguera en 1717, aunque no fue terminado hasta muchos años más tarde, ejerciendo como arquitecto Jerónimo García de Quincoces. Aún permanece enhiesto –y sin amago de arrugue- el más señorial del arzobispo Fonseca. Durante el siglo XVIII se alzaron anejos a los colegios mayores las hospederías de San Bartolomé ò Anaya y la del arzobispo Fonseca.

El actual bullicio se debe más al dinamismo de una brillante ciudad polifuncional tomada al asalto por los cuatro costados por regimientos y brigadas mixtas de automóviles, pero también ciudad comercial y de servicios, y sobre todo turística que sin embargo conserva impoluta su fachada cultural y hospitalaria, acogiendo cada año nuevas hornadas estudiantiles con celestinesco desdén. ¡Hasta siempre, Salamanca!.

(c) Autor: José Luis Hernando Garrido

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